En 1859 el presidente Benito Juárez lanza un manifiesto anunciando las Leyes de Reforma y sus motivos. Se plasmaba ahí no sólo una reforma constitucional sino el anhelo jurídico que los mexicanos hemos buscado con afán, aunque sin puntería.
Las Leyes de Reforma, presentadas el 7 de junio de aquel lejano año, le dan un rostro jurídico a los mexicanos. El espíritu que las mueve es el respeto al derecho ajeno, que es la paz, tan convenientemente interpretado por la Doctrina Estrada hacia el exterior, y que con tristeza hemos visto disolverse en los últimos lustros. Pero ahí, en esas leyes de reforma de 1859, seguramente se pactó lo que se festeja cada 7 de junio con las más diversas expresiones: el día de la libertad de expresión.
Por sexenios, el festejo del Día de la Libertad de Expresión ha sido un acto litúrgico de los periodistas con la figura del poder. En esa comida se interpretaban las señales del poder en turno, que las dictaba, y se escuchaban discursos vacíos sobre la libertad de expresión. Lo cierto es que los periodistas no podían, realmente, ejercer su oficio con libertad. Una cadena de compromisos los ataba a la adulación o al silencio, en el mejor de los casos, pues en el peor sencillamente se les eliminaba.
Pero algo cambió al despuntar el nuevo siglo. En la primera década del siglo XXI todavía no podemos acabar de interpretarlo, sin obviar los 65 periodistas asesinados del 2000 a la fecha. Ya no se trata sólo de los periodistas, sino que con el Internet y sus múltiples formas de comunicación, con la aparición de las famosas redes sociales, el masivo intercambio de datos, las cámaras de video y fotografía adicionadas a los teléfonos móviles, los mexicanos todos estamos viviendo un cambio que ojalá sepamos aprovechar.
El discurso político al que alude la libertad de expresión no podemos tomarlo de nuestros gobernantes, quienes no tienen cosas nuevas qué decir, tiene que ser creado, a través de estos medios, en la comunidad civil de los pueblos y las ciudades mexicanas. Este medio es necesariamente un ejercicio de libertad de expresión que, junto con una audiencia imposible de imaginar, es posible ejercitar libre y gratuitamente. Nadie nos persigue porque en la multitud no somos nadie, pero tenemos derecho a ser ese nadie.
Las Leyes de Reforma, presentadas el 7 de junio de aquel lejano año, le dan un rostro jurídico a los mexicanos. El espíritu que las mueve es el respeto al derecho ajeno, que es la paz, tan convenientemente interpretado por la Doctrina Estrada hacia el exterior, y que con tristeza hemos visto disolverse en los últimos lustros. Pero ahí, en esas leyes de reforma de 1859, seguramente se pactó lo que se festeja cada 7 de junio con las más diversas expresiones: el día de la libertad de expresión.
Por sexenios, el festejo del Día de la Libertad de Expresión ha sido un acto litúrgico de los periodistas con la figura del poder. En esa comida se interpretaban las señales del poder en turno, que las dictaba, y se escuchaban discursos vacíos sobre la libertad de expresión. Lo cierto es que los periodistas no podían, realmente, ejercer su oficio con libertad. Una cadena de compromisos los ataba a la adulación o al silencio, en el mejor de los casos, pues en el peor sencillamente se les eliminaba.
Pero algo cambió al despuntar el nuevo siglo. En la primera década del siglo XXI todavía no podemos acabar de interpretarlo, sin obviar los 65 periodistas asesinados del 2000 a la fecha. Ya no se trata sólo de los periodistas, sino que con el Internet y sus múltiples formas de comunicación, con la aparición de las famosas redes sociales, el masivo intercambio de datos, las cámaras de video y fotografía adicionadas a los teléfonos móviles, los mexicanos todos estamos viviendo un cambio que ojalá sepamos aprovechar.
El discurso político al que alude la libertad de expresión no podemos tomarlo de nuestros gobernantes, quienes no tienen cosas nuevas qué decir, tiene que ser creado, a través de estos medios, en la comunidad civil de los pueblos y las ciudades mexicanas. Este medio es necesariamente un ejercicio de libertad de expresión que, junto con una audiencia imposible de imaginar, es posible ejercitar libre y gratuitamente. Nadie nos persigue porque en la multitud no somos nadie, pero tenemos derecho a ser ese nadie.
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