El 14 de junio de 1867 la regularmente pacífica ciudad de Querétaro se halla en ebullición. Desde temprana hora corrió la especie del fatídico fallo. El Consejo de Guerra ha sentenciado a muerte a Maximiliano, a Miramón y a Mejía.
Los elegantes carruajes transitan las calles empedradas de la ciudad colonial con parsimonia chirinolera; hay una chispa de ironía en las miradas de la gente, que habla en voz baja, que se saluda apenas con un gesto. Elegantes caballeros con sus comitivas entran y salen de la casona donde despacha el presidente. Son los embajadores de todo Europa que viajan hasta ahí para implorar clemencia al impávido Juárez.
El día de hoy, en previsión a que estuvieran planeando la fuga del malhadado emperador, fueron expulsados de Querétaro varios ministros extranjeros. Hay una calma chicha, sórdida, con olor a sangre y a pólvora.
Los elegantes carruajes transitan las calles empedradas de la ciudad colonial con parsimonia chirinolera; hay una chispa de ironía en las miradas de la gente, que habla en voz baja, que se saluda apenas con un gesto. Elegantes caballeros con sus comitivas entran y salen de la casona donde despacha el presidente. Son los embajadores de todo Europa que viajan hasta ahí para implorar clemencia al impávido Juárez.
El día de hoy, en previsión a que estuvieran planeando la fuga del malhadado emperador, fueron expulsados de Querétaro varios ministros extranjeros. Hay una calma chicha, sórdida, con olor a sangre y a pólvora.
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