La mañana de este día de 1789, sin una explicación que satisfaga aún a los curiosos, es vista una aurora boreal en el centro de México. Los habitantes de la capital, pero también los de Puebla, Pachuca y Toluca fueron testigos de los sinuosos laberintos que se formaron en el oriente debido, probablemente, a explosiones solares y al intenso frío que había empezado a caer desde el mes de octubre.
Sinceramente no tengo idea de si esto pudo haber sucedido en realidad, pero estoy seguro que muchos los atribuyeron a la voluntad de Dios, para bien o para mal. Los que lo tomaron a mal creyeron que el mundo se acababa, que después de esos destellos sobrevendría una explosión y se irían todos literalmente a la tiznada; los que lo tomaron para bien pensaron que una nueva era estaba a punto de comenzar, que los españoles serían buenos a partir de entonces y se irían a su país y dejarían de estar fregando la borrega. La verdad ignoro lo que pensaron y me tiene sin cuidado. Lo único que sé es que me gustaría ver una cosa así. Nomás porque sí, ya después vería cómo interpretarlo.
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