Cuando llegué a la ciudad de México en 1976 la librería Gandhi no sólo existía, era la librería más socorrida por los estudiantes de la UNAM, la que tenía mejor disposición o quizás no, sólo que en mi imberbe (nula, mejor dicho) experiencia librera era sencillamente un pequeño universo de tentaciones y conocimientos. En aquellos tiempos la atendía en alguno de sus turnos un rubio barbón relativamente joven, grueso y de mirada inquisidora que se sabía era el dueño del exitoso negocio: Mauricio Achar, su nombre, a quien ya acompañaba un verdadero batallón de empleados.
Su sede en Miguel Ángel de Quevedo, en San Ángel, era referencia obligada para encuentros y desencuentros. Fui testigo, junto a los jóvenes de mi generación, de cómo fue creciendo en servicios y espacio. Pusieron la cafetería en la parte alta, primero muy modesta, pero con los años llegó a tener un foro donde se programaban desde presentaciones de libros hasta incipientes grupitos de rock. Ahí me tocó ver en compañía de Pancho el nacimiento de un grupito que se hacía llamar Las insólitas imágenes de Aurora, muy interesante, con un vocalista en verdad fuera de serie que después fue muy famoso en Los Caifanes y posteriormente en Jaguares. Saúl algo. Y un titupuchal de otras presentaciones, innumerables sesiones de café y, cuando la quincena me favorecía, algún libro suculento.
Todos fuimos envejeciendo juntos, clientes y propietario. Algunos compañeros aprovechaban la laxa seguridad y robaban libros por montones. Recuerdo al Jarochito, por ejemplo, ya en la ENAH, a quien me tocó comprarle un librazo de cuatrocientas páginas de Marvin Harris que robó por pedido, que me robaron casi al día siguiente. Sólo espero que no haya sido el méndigo Jarocho. Ese día extrajo cuatro ejemplares en una jauja que le duró varios meses, si no es que años. El negocio floreciente del Jarochito terminó el día que le pusieron tremenda madriza delante de todo el mundo cuando llevaba fajados en el pantalón dos libros de Foucauld que le habían encargado. Unos gorilones vestidos de paisanos lo agarraron de un ala (es un decir, pues el Jarochito no era un ángel ni mucho menos) y al pie de la escalera que llevaba a la cafetería le dieron tremenda cachetiza que lo dejaron todo moreteado. La verdad nadie se sorprendió, era cuestión de tiempo que eso sucediera. Que yo sepa los robos disminuyeron casi a cero, al menos los del Jarochito.
Nunca dejé de ser cliente de la librería Gandhi, a pesar de que con el tiempo aparecieron otras librerías igualmente amables y apetecibles, como El Ágora de Revolución y la de Coyoacán. Y mucho después El Sótano, frente a la propia Gandhi. Ya para entonces la librería Gandhi era un emporio y su dueño un hombre sumamente rico.
Todo esto viene a cuento porque el 5 de noviembre de 2004 muere este personaje que tanto beneficio provocó en los lectores del Distrito Federal, Mauricio Achar. Se le hicieron algunos homenajes, pero nunca equivalentes al verdadero valor que tuvo la fundación de esta institución de cultura que marcó un estilo atractivo y lúdico para los lectores del último cuarto de siglo. No está de más recordarlo.
Su sede en Miguel Ángel de Quevedo, en San Ángel, era referencia obligada para encuentros y desencuentros. Fui testigo, junto a los jóvenes de mi generación, de cómo fue creciendo en servicios y espacio. Pusieron la cafetería en la parte alta, primero muy modesta, pero con los años llegó a tener un foro donde se programaban desde presentaciones de libros hasta incipientes grupitos de rock. Ahí me tocó ver en compañía de Pancho el nacimiento de un grupito que se hacía llamar Las insólitas imágenes de Aurora, muy interesante, con un vocalista en verdad fuera de serie que después fue muy famoso en Los Caifanes y posteriormente en Jaguares. Saúl algo. Y un titupuchal de otras presentaciones, innumerables sesiones de café y, cuando la quincena me favorecía, algún libro suculento.
Todos fuimos envejeciendo juntos, clientes y propietario. Algunos compañeros aprovechaban la laxa seguridad y robaban libros por montones. Recuerdo al Jarochito, por ejemplo, ya en la ENAH, a quien me tocó comprarle un librazo de cuatrocientas páginas de Marvin Harris que robó por pedido, que me robaron casi al día siguiente. Sólo espero que no haya sido el méndigo Jarocho. Ese día extrajo cuatro ejemplares en una jauja que le duró varios meses, si no es que años. El negocio floreciente del Jarochito terminó el día que le pusieron tremenda madriza delante de todo el mundo cuando llevaba fajados en el pantalón dos libros de Foucauld que le habían encargado. Unos gorilones vestidos de paisanos lo agarraron de un ala (es un decir, pues el Jarochito no era un ángel ni mucho menos) y al pie de la escalera que llevaba a la cafetería le dieron tremenda cachetiza que lo dejaron todo moreteado. La verdad nadie se sorprendió, era cuestión de tiempo que eso sucediera. Que yo sepa los robos disminuyeron casi a cero, al menos los del Jarochito.
Nunca dejé de ser cliente de la librería Gandhi, a pesar de que con el tiempo aparecieron otras librerías igualmente amables y apetecibles, como El Ágora de Revolución y la de Coyoacán. Y mucho después El Sótano, frente a la propia Gandhi. Ya para entonces la librería Gandhi era un emporio y su dueño un hombre sumamente rico.
Todo esto viene a cuento porque el 5 de noviembre de 2004 muere este personaje que tanto beneficio provocó en los lectores del Distrito Federal, Mauricio Achar. Se le hicieron algunos homenajes, pero nunca equivalentes al verdadero valor que tuvo la fundación de esta institución de cultura que marcó un estilo atractivo y lúdico para los lectores del último cuarto de siglo. No está de más recordarlo.
Aunque ocupaba menos espacio que la actual, situada frente a ella, la vieja Gandhi era superior. Su oferta, apretada y todo, era múltiple, le concedía menos espacio a los superventas y casi ninguno a la basura editorial.
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