martes, 2 de noviembre de 2010

Ofrenda


No creo en la inmortalidad, al menos en esa que nos venden las iglesias y las religiones. Creo que la muerte clausura nuestra inteligencia y lo que queda después de ella es memoria, nostalgias y extrañamientos. En consecuencia, la única forma de inmortalidad es la que nuestros seres queridos hacen posible a través del recuerdo, de la ofrenda, la tradición oral para las nuevas generaciones.

Y aun esa breve, pasajera inmortalidad es tan relativa. Recordamos sobre todo a los muertos cuya vida hizo frontera con nuestra generación. Recuerdo cada día a mi padre, muy poco a mi abuelo. Casi nunca pienso en mis bisabuelos. Por otra parte, están los seres queridos que nos abandonaron antes de tiempo, familiares jóvenes cuyo destino se cortó de tajo a causa de accidentes, de violencia local o azarosos males que los asaltaron en la curva.

Este año las niñas pidieron expresamente muertos conocidos. La ofrenda debería destinarse a sus muertos y no a “los muertos” históricos por legendarios que hayan sido. Y restringieron su número. Encabeza el reparto su prima hermana Irene, también está su prima segunda Paola y su tío segundo Carlitos, muertos este año en diferentes circunstancias. Cierran la ofrenda sus dos abuelos: don Luis y Don Antonio. A cada uno le pusieron su ofrenda material: chocolates a las primas, un puñito de pepitas para el abuelo Toño, un cigarrillo para el abuelo Luis. Está bien -acepté-, me pareció justa su petición. Los muertitos antiguos no les dicen nada, aunque sean inolvidables para los adultos.

Por eso ahora homenajeo a mi abuelo Leopoldo, padre de Aída, mi mamá, fallecido hace 44 años e inolvidable sello en la familia, verdadero parteaguas de las generaciones filiales, pues la mitad de sus nietos ya no lo conocieron.

Leopoldo Rocha Venegas nació en San Juanito, Chihuahua al despuntar el siglo XX. Fue un personaje de los de antes, todólogo, habilidoso, sabio. Murió prematuramente a los sesenta y tantos, como consecuencia de muchos males acumulados en su azarosa y turbulenta vida. El día de su muerte un cometa transitaba el cielo –el único cometa de mi vida, por otra parte-, quisiera pensar que se subió en él y ahora ronda el firmamento alrededor del sol. Podría pensar cualquier fantasía de esas aun a sabiendas de que su muerte fue total. Y que su única inmortalidad descansa en estas líneas, en este breve recuerdo a su memoria, en esta ofrenda cibernética que nada le diría, pues él ni siquiera tuvo televisión.



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