Cuatro quintas partes de los libros que tuve el gusto de leer este año provinieron de mi hermano y mis amigos, como ha ocurrido a lo largo de mi vida. La mayoría prestados, algunos de regalo. Otros fueron rezagos más o menos antiguos del librero doméstico que estaban pendientes en mi estado de ánimo; algunas relecturas y dos o tres de chambas y comprados.
Desde mis veintitantos años, cuando comencé a leer con cierta regularidad, me hice el propósito de ir haciendo una ficha de cada libro que leía. Imagino que treinta años después sería interesante esa lista, pero nunca la hice (“Sí, po guevón”, en su acepción mexicana), de tal forma que autores y títulos son hoy una cortina cultural que me cubre pero a la vez me deja descubierto, como una cortina de regadera. O algo parecido.
Cuando era joven recordaba la mayoría de títulos que había leído por lo menos el año anterior. Era una suerte de competencia conmigo mismo, en cierta forma los tenía clasificados y, en muchos casos, los traía ociosamente en mi pesada mochila. En una ridícula actitud, mientras estudiaba antropología en la ENAH, mis amigos y yo, respectivamente, cargábamos diez, quince o veinte libros permanentemente ¿para qué? , me pregunto ahora. No tengo ni idea, pero éramos una especie de bibliotecas ambulantes. Con el tiempo todo se ha ido haciendo sobrio, me he convertido en un lector reposado, en cierta forma silencioso, ensimismado, distraído. Muy seguido no recuerdo el nombre de un libro que leí la semana pasada, y me ha tocado que, al terminar una novela, descubro el nombre que tenía en la portada.
Hacer esta lista me costó una mañana de estar recordando y acopiando títulos y libros, muchos de ellos ya devueltos a sus dueños, con dudas de si faltarán algunos e incertidumbre por si resultaría ridícula la lista, presuntuosa o simplemente reveladora de mis devaneos intelectuales, sin rumbo definido, sin plan y sin concordia. Es, en todo caso, una lista que muestra los gustos de mis seres queridos que amablemente han transferido a este lector pobre algunas de sus dichas. Y me han hecho dichoso.
Comienzo el recuento con los libros de mi librero, que estaban ahí y que fui tomando en los momentos de sequía y que esta vez sí pude terminar, pues en la totalidad de los casos ya había intentado leerlos algún día, pero sólo hasta este año pude hacerlo. Tenía una deuda pendiente con Cormac McCarthy, de quien sólo había leído el de los caballos muy lindos pero contaba con dos novelas más: En la frontera y Ciudades de la llanura (ambas en Debate editorial). El tono de la literatura de McCarthy es necesariamente fronterizo y no debe pasar desapercibido para un chihuahuense, pero además posee una mirada atípica del mexicano, mucho más objetiva que la mayoría de los escritores gringos, justa, apreciativa y bondadosa. Las novelas me las leí una tras otra y terminé triste, por supuesto, pues las de Cormac no son tramas para terminar alegre. Otro pendiente de mi librero era Nadine Gordimer, la premio Nobel 1991 –creo-, de quien leí La hija de Burger (Ed. Quinteto) que, como buena parte de sus novelas –creo-, muestran retazos de la vida cotidiana de la Sudáfrica racista en la que nació y vivió hasta la adultez. No voy a decir que me fascine esta literatura, la leí con dificultad, a saltos de emoción y con un poco de esfuerzo. Para reforzar mi estado de ánimo lector seguí con El Águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán (Ed. Porrúa), que no leí sino bebí, extasiado por la presencia de esta alta literatura en nuestras letras, simple y suprema a la vez, además de refrescante memoria de la revolución en este año de festejos revolucionarios. Creo que ya la había leído. Siguió una novelita que la sequía severa de esa semana me obligó a afrontar: Una rosa blanca de Amy Ephron (Ed. Atlántida), que resultó muy divertida, sencilla, verosímil, sobre la vida de Evangelina Cisneros en la lucha por la independencia de Cuba a finales del siglo XIX, aunque en realidad es una historia de amor más romántica que histórica. Una noche sin expectativas saqué de mi librero un librito conmemorativo del premio Cervantes de Mario Vargas Llosa –en un arranque intuitivo, antes del premio Nobel-, con dos novelitas flojitas pero divertidas del ahora personaje del año: Los jefes y Los cachorros, que es posible leer en dos o tres sentadas –o acostadas, porque yo leo en la cama-; finalmente, de mi librero, tomé un pendiente que había intentado leer sin éxito en un par de ocasiones: Todo un hombre, de Tom Wolfe, divertidísima novela que estuvo algunos años en mi librero y que no había podido darle el golpe, pues esta escrita –y en consecuencia traducida- en una especie de caló georgiano del sur estadounidense, que se me había dificultado leer. La novela me dejó encantado, vino de visita mi amigo Magno Sánchez y me dijo que quería algo divertido de leer. Ni tardo ni perezoso le presté la novela de Wolfe. Magno murió repentinamente de un infarto fulminante un mes después. Me quedé sin su amistad y, por supuesto, sin mi novela. Esta novela me obligó a tomar otro libro de Wolfe que ya había leído y disfruté nuevamente de principio a fin: El periodismo canalla y otros artículos (Ediciones B), donde Tom Wolfe desahoga toda su maldad y su perspicacia para observar distintos tópicos de la contrastante sociedad estadounidense, en especial del periodismo. Una delicia.
De mi querido y generoso hermano Tono recibí, como siempre, muchas de mis mejores lecturas del año. Sobresale el regalo de cumpleaños de un libro que por alguna razón no había buscado leer: Creación, de Gore Vidal (ediciones El País), deslumbrante novela histórica sobre los persas que entre otras cosas muestra cómo la cultura occidental no comienza propiamente en Grecia, ni mucho menos. Mi ignorancia sobre el imperio Persa era sencillamente total, y para no variar el tratamiento histórico-literario de Vidal es excelso, divertido e instructivo, como en sus otros numerosos libros sobre la historia estadounidense.
No contento con esto, me prestó a mi, a Malú o a las niñas otros libros que hubo ocasión de que cayeran en mis manos. Sobresale un autor israelí que no se me hubiera ocurrido comprar en una librería: Amos Oz, tal vez prejuiciado por un nombre mágico a la vez que ridículo. Como siempre el prejuicio es una prueba más de nuestra estupidez, pues Oz es un escritor de alta graduación. El primer libro fue simplemente deslumbrante: Una historia de amor y oscuridad, una autobiografía abigarrada, profusa y universal sobre la sabiduría y el amor, el odio y el resentimiento. Seguidita de Un descanso verdadero, una historia literaria en la vida en los kibuts (ambos en Debolsillo)
Del propio Tono recibimos a un autor ya conocido: William Somerset Maugham, con dos novelas contrastantes: una que llevaba en el título la palabra rincón: el rincón del algo o algo en el rincón. No lo recuerdo y la devolvimos pronto. Tal vez The Narrow Corner (veo en Wikipedia), deslumbrante historia de un médico opiómano en las indias occidentales, que me dejó perplejo y dispuesto a intervenir un ladrillo temerario con el nombre de Servidumbre humana, un novelón de 700 páginas, presunta obra maestra de aliento autobiográfico (huérfano, criado por tíos y, no chueco, sino tartamudo), que leí con avidez pero con cierta decepción, con pasajes portentosos y otros llenos de vulgaridades literarias, lo que a mis ojos la hace una novela desigual que hubiera hecho bien en recortar unas cuatrocientas páginas para ser genial.
Por último, respecto a Tono, Teresa fue al DF a visitar a sus tíos y regresó con dos novelas de mi estimada Patricia Highsmith: El temblor de la falsificación (Alfaguara) y Rypley en peligro. (Anagrama) Como siempre –o casi-, un placer leer a esta maestra del suspenso. Highsmithismado como quedo siempre que la leo, mi querida Flor me prestó dos libritos más de esta escritora: El grito de la lechuza (Plaza & Janes) que no me defraudó y me hizo pasar dos o tres noches en el filo de la almohada, y Crímenes bestiales (Planeta), una colección de relatos que se me cayó de las manos en el tercer segmento, pues se trata de historias narradas por animales con la maestría acostumbrada pero con un ángulo infantil que me obligó a desconocerla. Gracias, Paty, pero no. La propia Flor me prestó un libro sobre la guerrilla en México de 1943 a 1968, de mi contemporáneo poblano Fritz Glockner, Memoria Roja, entretenida e informada, que ando todavía leyendo en las innumerables colas y antesalas que hago en todos lados.
Creo que el propio Tono nos acercó la edición conmemorativa de Cien años de soledad (perdón, no recuerdo cómo llegó a mis manos), la portentosa novela de García Márquez que, en segunda lectura espaciada por tres décadas, me hizo comprender su carácter universal. Es, en efecto, una novela que se puede leer una y otra vez con renovados significados y placeres. Esta lectura coincidió con un regalo de cumpleaños de mi querida Ana Lydia, un librote de casi 800 páginas publicado por Debate del que había leído algunas reseñas presuntamente polémicas y un capítulo en Letras Libres: Gabriel García Márquez, Una vida, de Gerald Martin, que tuve un par de meses en mi buró sin atreverme a comenzarlo. No era para tanto mi interés en el gran Gabo, pero en noviembre la sequía llegó y yo tomé una decisión salvadora: como me daba una tremenda flojera la niñez y la juventud de nuestro personaje, tomé la decisión de leer a partir de su primer viaje a Europa, concretamente París, y de ahí ya fue muy sencillo seguir la lectura. Y muy interesante, tengo que agregar.
He leído todos los capítulos disponibles que regalan los sitios web que leo. Recuerdo por lo menos dos, ambos en El País: el último de Vargas Llosa llamado, creo, El sueño del celta, que no me dejó ganas de seguir leyéndolo porque muchos mexicanos terminamos este año hastiados de sangre y de violencia (abundante en este libro sobre la colonización belga en el Congo) y el último libro de W. Howking: El misterio del ser, donde decreta el fin de la filosofía, como lo hizo Bertrand Rusell hace muchas décadas deslumbrado por las brillantes ideas de Wittgenstein, pero por otras razones, ahora atribuidas a la ciencias de la física y la astronomía. La filosofía, afirma, no supo renovarse como lo hizo la ciencia.
Según mis cuentas, compré este año en librerías solo tres libros: La conjura contra América, de Philip Roth (Debolsillo), que me costó 30 pesos en el súper. No lo pensé dos veces y no me arrepentí ni una sola vez. Una vez más, este talentoso y temerario autor hace de las suyas. En este caso, una ficción histórica realmente atrevida pone al piloto de la ultraderecha, Charles A. Lindbergh, como un político que alcanza la presidencia de EU después de sus célebres incursiones aéreas, solazándose en la narración de la suerte de los judíos estadounidenses que se ven arrastrados a destinos insospechados. O peor, perfectamente sospechados. Otra buena compra, esta a ciento veinte pesos, fue Conversaciones con Woody Allen, de Eric Lax (Debolsillo), una serie de entrevistas a lo largo de tres décadas que presenta en capítulos temáticos. Una lección de cine donde destaca la pobre visión de Woody Allen sobre sí mismo: un humorista con suerte que no creó escuela pero sí un fiel y paciente público relativamente pequeño que le ha permitido hacer exactamente lo que le da su gana. ¡Como lo disfruté! Tanto, que me puse a buscar sus películas clásicas hasta que encontré dos: todo lo que quería saber sobre el sexo y la última noche de Boris Gruchenko. Tamaña decepción la que me llevé. A diferencia de Woody, que se ha negado terminantemente a volver a ver ninguna de esas viejas películas, yo cometí el error de hacerlo, ahora desprovisto de mi entusiasmo juvenil, para encontrarme con un cine artesanal y desprolijo que no me explico cómo llegó a fascinarme tanto. Coincido con él y me quedo con apenas un puñado de sus filmes: La rosa púrpura del Cairo, Annie Hall, Recuerdos, Maridos y esposas, Match Point y Vicky Cristina Barcelona.
En plan chamba, hubo dos o tres libros que me ayudaron a comprender tópicos que difícilmente acometería sin obligación contractual. El primero fue el volumen VI de la Historia general del Estado de México, El periodo institucional, 1930-2005, (430 pp) coordinado por Paolo Riguzzi, que narra los pormenores del repentino crecimiento de la mancha urbana de la ciudad de México con la pujante (debería decir estrujante) industrialización del EdoMex; el fenómeno político llamado Isidro Favela y el grupo Atlacomulco y la interdependencia económica resultante. Muy ilustrativo. Otro fue una tesis doctoral de antropología: Los capitales compartidos, el maíz y la cosmovisión de los inwiga de San Luis Temalacayuca, de Rosalva Ramírez Rodríguez, emotiva reflexión sobre las significaciones simbólicas del maíz en la sociedad actual de los inwigas (popolocas) de la mixteca poblana, que ya no siembran ese maíz ritual sino que lo compran en el mercado, pues ellos son ahora obreros textiles, revisión que llevó al talentoso hermano de la autora, Rodolfo, a encargarme la revisión de su propia tesis doctoral de historia llamada Una mirada cautivada, la nación mexicana vista por los viajeros extranjeros, 1824-1874. Un acercamiento al desarrollo de la cultura nacional, prolija investigación de ese periodo sobre viajeros europeos divididos por nacionalidades, por motivaciones e intereses comerciales y culturales. La gran cualidad que tienen los trabajos en libros es que no se trata de lecturas, sino de disecciones, de visiones críticas sobre lo escrito, lo que te deja algo más que una simple lectura. Gracias por esa oportunidad.
Esta fue, pues, mi aventura lectora en 2010, ojalá el nuevo año traiga ventura bibliográfica (o por lo menos aventura), espero con ansia la edición conmemorativa (y popular) de Vargas Llosa, la oportunidad de leer por lo menos Verano de J. M. Coetzee, conocer a Ricardo Piglia (Blanco nocturno) y, menos enajenado con la sangre, tal vez terminar de leer El sueño del celta. Por mi parte, miro mi librero y las novedades agonizan. Ahí está El Quijote todavía, esperando el sueño de los justos.
Desde mis veintitantos años, cuando comencé a leer con cierta regularidad, me hice el propósito de ir haciendo una ficha de cada libro que leía. Imagino que treinta años después sería interesante esa lista, pero nunca la hice (“Sí, po guevón”, en su acepción mexicana), de tal forma que autores y títulos son hoy una cortina cultural que me cubre pero a la vez me deja descubierto, como una cortina de regadera. O algo parecido.
Cuando era joven recordaba la mayoría de títulos que había leído por lo menos el año anterior. Era una suerte de competencia conmigo mismo, en cierta forma los tenía clasificados y, en muchos casos, los traía ociosamente en mi pesada mochila. En una ridícula actitud, mientras estudiaba antropología en la ENAH, mis amigos y yo, respectivamente, cargábamos diez, quince o veinte libros permanentemente ¿para qué? , me pregunto ahora. No tengo ni idea, pero éramos una especie de bibliotecas ambulantes. Con el tiempo todo se ha ido haciendo sobrio, me he convertido en un lector reposado, en cierta forma silencioso, ensimismado, distraído. Muy seguido no recuerdo el nombre de un libro que leí la semana pasada, y me ha tocado que, al terminar una novela, descubro el nombre que tenía en la portada.
Hacer esta lista me costó una mañana de estar recordando y acopiando títulos y libros, muchos de ellos ya devueltos a sus dueños, con dudas de si faltarán algunos e incertidumbre por si resultaría ridícula la lista, presuntuosa o simplemente reveladora de mis devaneos intelectuales, sin rumbo definido, sin plan y sin concordia. Es, en todo caso, una lista que muestra los gustos de mis seres queridos que amablemente han transferido a este lector pobre algunas de sus dichas. Y me han hecho dichoso.
Comienzo el recuento con los libros de mi librero, que estaban ahí y que fui tomando en los momentos de sequía y que esta vez sí pude terminar, pues en la totalidad de los casos ya había intentado leerlos algún día, pero sólo hasta este año pude hacerlo. Tenía una deuda pendiente con Cormac McCarthy, de quien sólo había leído el de los caballos muy lindos pero contaba con dos novelas más: En la frontera y Ciudades de la llanura (ambas en Debate editorial). El tono de la literatura de McCarthy es necesariamente fronterizo y no debe pasar desapercibido para un chihuahuense, pero además posee una mirada atípica del mexicano, mucho más objetiva que la mayoría de los escritores gringos, justa, apreciativa y bondadosa. Las novelas me las leí una tras otra y terminé triste, por supuesto, pues las de Cormac no son tramas para terminar alegre. Otro pendiente de mi librero era Nadine Gordimer, la premio Nobel 1991 –creo-, de quien leí La hija de Burger (Ed. Quinteto) que, como buena parte de sus novelas –creo-, muestran retazos de la vida cotidiana de la Sudáfrica racista en la que nació y vivió hasta la adultez. No voy a decir que me fascine esta literatura, la leí con dificultad, a saltos de emoción y con un poco de esfuerzo. Para reforzar mi estado de ánimo lector seguí con El Águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán (Ed. Porrúa), que no leí sino bebí, extasiado por la presencia de esta alta literatura en nuestras letras, simple y suprema a la vez, además de refrescante memoria de la revolución en este año de festejos revolucionarios. Creo que ya la había leído. Siguió una novelita que la sequía severa de esa semana me obligó a afrontar: Una rosa blanca de Amy Ephron (Ed. Atlántida), que resultó muy divertida, sencilla, verosímil, sobre la vida de Evangelina Cisneros en la lucha por la independencia de Cuba a finales del siglo XIX, aunque en realidad es una historia de amor más romántica que histórica. Una noche sin expectativas saqué de mi librero un librito conmemorativo del premio Cervantes de Mario Vargas Llosa –en un arranque intuitivo, antes del premio Nobel-, con dos novelitas flojitas pero divertidas del ahora personaje del año: Los jefes y Los cachorros, que es posible leer en dos o tres sentadas –o acostadas, porque yo leo en la cama-; finalmente, de mi librero, tomé un pendiente que había intentado leer sin éxito en un par de ocasiones: Todo un hombre, de Tom Wolfe, divertidísima novela que estuvo algunos años en mi librero y que no había podido darle el golpe, pues esta escrita –y en consecuencia traducida- en una especie de caló georgiano del sur estadounidense, que se me había dificultado leer. La novela me dejó encantado, vino de visita mi amigo Magno Sánchez y me dijo que quería algo divertido de leer. Ni tardo ni perezoso le presté la novela de Wolfe. Magno murió repentinamente de un infarto fulminante un mes después. Me quedé sin su amistad y, por supuesto, sin mi novela. Esta novela me obligó a tomar otro libro de Wolfe que ya había leído y disfruté nuevamente de principio a fin: El periodismo canalla y otros artículos (Ediciones B), donde Tom Wolfe desahoga toda su maldad y su perspicacia para observar distintos tópicos de la contrastante sociedad estadounidense, en especial del periodismo. Una delicia.
De mi querido y generoso hermano Tono recibí, como siempre, muchas de mis mejores lecturas del año. Sobresale el regalo de cumpleaños de un libro que por alguna razón no había buscado leer: Creación, de Gore Vidal (ediciones El País), deslumbrante novela histórica sobre los persas que entre otras cosas muestra cómo la cultura occidental no comienza propiamente en Grecia, ni mucho menos. Mi ignorancia sobre el imperio Persa era sencillamente total, y para no variar el tratamiento histórico-literario de Vidal es excelso, divertido e instructivo, como en sus otros numerosos libros sobre la historia estadounidense.
No contento con esto, me prestó a mi, a Malú o a las niñas otros libros que hubo ocasión de que cayeran en mis manos. Sobresale un autor israelí que no se me hubiera ocurrido comprar en una librería: Amos Oz, tal vez prejuiciado por un nombre mágico a la vez que ridículo. Como siempre el prejuicio es una prueba más de nuestra estupidez, pues Oz es un escritor de alta graduación. El primer libro fue simplemente deslumbrante: Una historia de amor y oscuridad, una autobiografía abigarrada, profusa y universal sobre la sabiduría y el amor, el odio y el resentimiento. Seguidita de Un descanso verdadero, una historia literaria en la vida en los kibuts (ambos en Debolsillo)
Del propio Tono recibimos a un autor ya conocido: William Somerset Maugham, con dos novelas contrastantes: una que llevaba en el título la palabra rincón: el rincón del algo o algo en el rincón. No lo recuerdo y la devolvimos pronto. Tal vez The Narrow Corner (veo en Wikipedia), deslumbrante historia de un médico opiómano en las indias occidentales, que me dejó perplejo y dispuesto a intervenir un ladrillo temerario con el nombre de Servidumbre humana, un novelón de 700 páginas, presunta obra maestra de aliento autobiográfico (huérfano, criado por tíos y, no chueco, sino tartamudo), que leí con avidez pero con cierta decepción, con pasajes portentosos y otros llenos de vulgaridades literarias, lo que a mis ojos la hace una novela desigual que hubiera hecho bien en recortar unas cuatrocientas páginas para ser genial.
Por último, respecto a Tono, Teresa fue al DF a visitar a sus tíos y regresó con dos novelas de mi estimada Patricia Highsmith: El temblor de la falsificación (Alfaguara) y Rypley en peligro. (Anagrama) Como siempre –o casi-, un placer leer a esta maestra del suspenso. Highsmithismado como quedo siempre que la leo, mi querida Flor me prestó dos libritos más de esta escritora: El grito de la lechuza (Plaza & Janes) que no me defraudó y me hizo pasar dos o tres noches en el filo de la almohada, y Crímenes bestiales (Planeta), una colección de relatos que se me cayó de las manos en el tercer segmento, pues se trata de historias narradas por animales con la maestría acostumbrada pero con un ángulo infantil que me obligó a desconocerla. Gracias, Paty, pero no. La propia Flor me prestó un libro sobre la guerrilla en México de 1943 a 1968, de mi contemporáneo poblano Fritz Glockner, Memoria Roja, entretenida e informada, que ando todavía leyendo en las innumerables colas y antesalas que hago en todos lados.
Creo que el propio Tono nos acercó la edición conmemorativa de Cien años de soledad (perdón, no recuerdo cómo llegó a mis manos), la portentosa novela de García Márquez que, en segunda lectura espaciada por tres décadas, me hizo comprender su carácter universal. Es, en efecto, una novela que se puede leer una y otra vez con renovados significados y placeres. Esta lectura coincidió con un regalo de cumpleaños de mi querida Ana Lydia, un librote de casi 800 páginas publicado por Debate del que había leído algunas reseñas presuntamente polémicas y un capítulo en Letras Libres: Gabriel García Márquez, Una vida, de Gerald Martin, que tuve un par de meses en mi buró sin atreverme a comenzarlo. No era para tanto mi interés en el gran Gabo, pero en noviembre la sequía llegó y yo tomé una decisión salvadora: como me daba una tremenda flojera la niñez y la juventud de nuestro personaje, tomé la decisión de leer a partir de su primer viaje a Europa, concretamente París, y de ahí ya fue muy sencillo seguir la lectura. Y muy interesante, tengo que agregar.
He leído todos los capítulos disponibles que regalan los sitios web que leo. Recuerdo por lo menos dos, ambos en El País: el último de Vargas Llosa llamado, creo, El sueño del celta, que no me dejó ganas de seguir leyéndolo porque muchos mexicanos terminamos este año hastiados de sangre y de violencia (abundante en este libro sobre la colonización belga en el Congo) y el último libro de W. Howking: El misterio del ser, donde decreta el fin de la filosofía, como lo hizo Bertrand Rusell hace muchas décadas deslumbrado por las brillantes ideas de Wittgenstein, pero por otras razones, ahora atribuidas a la ciencias de la física y la astronomía. La filosofía, afirma, no supo renovarse como lo hizo la ciencia.
Según mis cuentas, compré este año en librerías solo tres libros: La conjura contra América, de Philip Roth (Debolsillo), que me costó 30 pesos en el súper. No lo pensé dos veces y no me arrepentí ni una sola vez. Una vez más, este talentoso y temerario autor hace de las suyas. En este caso, una ficción histórica realmente atrevida pone al piloto de la ultraderecha, Charles A. Lindbergh, como un político que alcanza la presidencia de EU después de sus célebres incursiones aéreas, solazándose en la narración de la suerte de los judíos estadounidenses que se ven arrastrados a destinos insospechados. O peor, perfectamente sospechados. Otra buena compra, esta a ciento veinte pesos, fue Conversaciones con Woody Allen, de Eric Lax (Debolsillo), una serie de entrevistas a lo largo de tres décadas que presenta en capítulos temáticos. Una lección de cine donde destaca la pobre visión de Woody Allen sobre sí mismo: un humorista con suerte que no creó escuela pero sí un fiel y paciente público relativamente pequeño que le ha permitido hacer exactamente lo que le da su gana. ¡Como lo disfruté! Tanto, que me puse a buscar sus películas clásicas hasta que encontré dos: todo lo que quería saber sobre el sexo y la última noche de Boris Gruchenko. Tamaña decepción la que me llevé. A diferencia de Woody, que se ha negado terminantemente a volver a ver ninguna de esas viejas películas, yo cometí el error de hacerlo, ahora desprovisto de mi entusiasmo juvenil, para encontrarme con un cine artesanal y desprolijo que no me explico cómo llegó a fascinarme tanto. Coincido con él y me quedo con apenas un puñado de sus filmes: La rosa púrpura del Cairo, Annie Hall, Recuerdos, Maridos y esposas, Match Point y Vicky Cristina Barcelona.
En plan chamba, hubo dos o tres libros que me ayudaron a comprender tópicos que difícilmente acometería sin obligación contractual. El primero fue el volumen VI de la Historia general del Estado de México, El periodo institucional, 1930-2005, (430 pp) coordinado por Paolo Riguzzi, que narra los pormenores del repentino crecimiento de la mancha urbana de la ciudad de México con la pujante (debería decir estrujante) industrialización del EdoMex; el fenómeno político llamado Isidro Favela y el grupo Atlacomulco y la interdependencia económica resultante. Muy ilustrativo. Otro fue una tesis doctoral de antropología: Los capitales compartidos, el maíz y la cosmovisión de los inwiga de San Luis Temalacayuca, de Rosalva Ramírez Rodríguez, emotiva reflexión sobre las significaciones simbólicas del maíz en la sociedad actual de los inwigas (popolocas) de la mixteca poblana, que ya no siembran ese maíz ritual sino que lo compran en el mercado, pues ellos son ahora obreros textiles, revisión que llevó al talentoso hermano de la autora, Rodolfo, a encargarme la revisión de su propia tesis doctoral de historia llamada Una mirada cautivada, la nación mexicana vista por los viajeros extranjeros, 1824-1874. Un acercamiento al desarrollo de la cultura nacional, prolija investigación de ese periodo sobre viajeros europeos divididos por nacionalidades, por motivaciones e intereses comerciales y culturales. La gran cualidad que tienen los trabajos en libros es que no se trata de lecturas, sino de disecciones, de visiones críticas sobre lo escrito, lo que te deja algo más que una simple lectura. Gracias por esa oportunidad.
Esta fue, pues, mi aventura lectora en 2010, ojalá el nuevo año traiga ventura bibliográfica (o por lo menos aventura), espero con ansia la edición conmemorativa (y popular) de Vargas Llosa, la oportunidad de leer por lo menos Verano de J. M. Coetzee, conocer a Ricardo Piglia (Blanco nocturno) y, menos enajenado con la sangre, tal vez terminar de leer El sueño del celta. Por mi parte, miro mi librero y las novedades agonizan. Ahí está El Quijote todavía, esperando el sueño de los justos.
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