En 1997, a dos días de la Noche de Navidad, un fantasma recorría las colonias de algunas ciudades mexicanas del centro del país: no había gas.
Y aunque entonces preferimos confiar en las declaraciones de la PROFECO en el sentido de que a más tardar el 23 se normalizaría el suministro, no pudimos menos que lamentar la situación de las mamás-esposas que, preparadas con sendos pavos o piernas de cerdo, se mesaban sus blancos cabellos nomás de pensar en no tener gas el 24 de diciembre.
Nosotros teníamos dos o tres días sin bañarnos, el pelo adherido a nuestros cráneos como personajes de cine gore, nuestra piel brillaba como cera y los empezábamos a hartarnos de comer sándwiches mañana, tarde y noche. Pedíamos a gritos un café caliente, una sopa, un sencillo guisado que devolviera una breve fe a nuestro desvanecido ánimo navideño.
La noche del día 22 de diciembre algo ocurrió fortuna de todos, el gas apareció. Los gritos estentóreos de los vendedores de gas y el sonoro rugir de los tanques chocando unos con otros –que era el estilo entonces parea vender el gas- nos devolvió las sonrisas a nuestras sucias caras.
Y en la noche de paz, con los hornos prendidos y la familia bañada, pudimos los mexicanos alzar nuestras copas –vasos, en realidad- para decir al unísono, casi cantando: salud.
Y aunque entonces preferimos confiar en las declaraciones de la PROFECO en el sentido de que a más tardar el 23 se normalizaría el suministro, no pudimos menos que lamentar la situación de las mamás-esposas que, preparadas con sendos pavos o piernas de cerdo, se mesaban sus blancos cabellos nomás de pensar en no tener gas el 24 de diciembre.
Nosotros teníamos dos o tres días sin bañarnos, el pelo adherido a nuestros cráneos como personajes de cine gore, nuestra piel brillaba como cera y los empezábamos a hartarnos de comer sándwiches mañana, tarde y noche. Pedíamos a gritos un café caliente, una sopa, un sencillo guisado que devolviera una breve fe a nuestro desvanecido ánimo navideño.
La noche del día 22 de diciembre algo ocurrió fortuna de todos, el gas apareció. Los gritos estentóreos de los vendedores de gas y el sonoro rugir de los tanques chocando unos con otros –que era el estilo entonces parea vender el gas- nos devolvió las sonrisas a nuestras sucias caras.
Y en la noche de paz, con los hornos prendidos y la familia bañada, pudimos los mexicanos alzar nuestras copas –vasos, en realidad- para decir al unísono, casi cantando: salud.
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