jueves, 10 de febrero de 2011

Cogito, ergo sum


En 10 de febrero de 1650 muere en Estocolmo, Suecia, el filósofo, matemático y físico francés René Descartes, que estableció bases para la discusión moderna de la filosofía.

Descartes crea un método, llamado cartesiano, que fundará todo su cuerpo teórico en la razón, por lo que hay quienes le llaman padre de la filosofía moderna, pues rompe con la escolástica vigente en su tiempo y muestra la falibilidad de la lógica aristotélica del silogismo, al que pretendió anular.

Con explicaciones basadas en la sencillez expositora, René Descartes re-direcciona el funcionamiento de la mente humana y establece un dualismo entre el alma y el cuerpo, resumida en la famosa premisa de su racionalismo: “pienso, luego existo”, teoría que será el caballito de batalla (o chivo expiatorio) durante la Ilustración, sopesada críticamente por Diderot, Rousseau y Voltaire un siglo después. Para entonces Descartes era historia, pues había muerto hacía ya mucho tiempo, un día como hoy, a los 54 años de edad, la misma edad de quien esto escribe. Sopesando mi obra con la de Descartes comprendo perfectamente el tamaño de esos dos hombres en el mundo. Él pertenece a la estirpe de los que son capaces de cambiar la historia humana, yo al hombre común que dialoga los días de su memoria. Pero sus ojos… (¿será que la mirada es el espejo del alma? De ser así, reconsideraré mi existencia ¿quién de los dos fue más feliz? El problema de los genios es que sufren mucho. Me alegra de no ser Descartes, que bueno que simplemente soy yo). La máquina humana es imposible.



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