El humor inglés está en decadencia, es cierto. De no ser así no sería tan agresivo, como se ha venido percibiendo desde la entrega de unos premios cinematográficos hace dos semanas en donde el conductor de esa nacionalidad no dejó títere con cabeza. La comunidad holliwoodense quedó pasmada por el abuso de confianza, pero así son los ingleses; ahora nos tocó el turno a los mexicanos, así, en general, a propósito de la presunta crítica a un automóvil de diseño mexicano. Los conductores dejaron muy claro lo que piensan “ellos” de nosotros, apoyándose en un antiguo (y querido) estereotipo que no ha logrado diluirse con el paso del tiempo con la presunta llegada de la modernidad: el mexicano recargado en una cactácea, que sigue ahí en el campo de nuestro país, cada día más desmantelado. Es una imagen nuestra, es un símbolo, que en el fondo no puede ofendernos, porque sabemos que es real, que es cultural, que es nuestro. Y también tenemos una comida con mucha personalidad y una larga cultura que evidentemente estos señores del programa inglés no comprenden y nunca llegarán a comprender. Si se comieran un mole de panza en el mercado Hidalgo lo más seguro es que esta noche tuvieran problemas estomacales y, sí, probablemente vomitaran. Pero ese es su problema.
Lo que llama mi atención en este sainete es la unísona respuesta xenofóbica que ese incomprensible y xenofóbico humor inglés genera en los medios de comunicación mexicanos, que de inmediato alzaron sus voces coordinadas para gritar que no somos eso, que los mexicanos ya somos modernos, que los ingleses son unos hooligans, que son transparentes como lagartijas. Reacción equivocada. Con nuestro ancestral sentido del humor nos deberíamos reír a carcajadas de esa injusta inflexión sobre el ser de los mexicanos, ostensiblemente racista; por otra parte, no hay ninguna razón para pensar que los ingleses pudieran pensar otra cosa sobre nosotros. Así son los ingleses, que sólo han sido capaces de verse a sí mismos y con gran crueldad, por cierto. A lo largo de su historia, en sus colonias, los ingleses recogieron rasgos culturales únicamente si servían a sus propósitos ingleses y su inagotable gula: trajeron el té de la India, el tabaco de América y África (el aguacate, el jitomate y el chocolate mexicanos, por cierto, aunque nunca pudieron colonizarnos formalmente), pero fueron incapaces para apreciar las bondades culturales de los pueblos que colonizaron sin piedad. Es por ello que su antropología es pobre (perdón Pritchard, excepcional excepción), como no ocurre en el caso de los franceses o estadounidenses, pues en verdad nunca les interesó lo que pensaran los pueblos que esquilmaban sin compasión. Por eso Gandhi los sorprendió tanto, los cautivó con su postura estrafalaria e inteligente. Pero volvemos a lo mismo, ese es su problema.
El nuestro es ofendernos como si nos mentaran la madre en pleno 10 de mayo. ¿Qué imagen debemos creer entonces los mexicanos que los ingleses deberían tener sobre nosotros? Pueblo ancestral de riquísima historia, antigua cultura y opulenta arqueología; país pluricultural con una enorme sabiduría culinaria y musical, con riquezas naturales que lo hacen uno de los países más hermosos y cálidos de la tierra. Los mexicanos son amables, confiados y solidarios, lograron romper el candado del partido único a través de las urnas, pacíficamente y, aunque lento, su crecimiento económico está sustentado en sus sólidas instituciones y en una incuestionable riqueza petrolera, que ahora refrendan con este magnífico automóvil. No sé, pero algo así nos gustaría que dijeran todos los comentaristas del mundo, especialmente los ingleses. Pero ellos reciben otra clase de noticias: guerra de las drogas, matanzas en Juárez, muerte de gobernantes, regiones enteras en estado de sitio. ¿Qué esperamos que digan de nosotros?
La secretaría de relaciones exteriores está haciendo su trabajo, protestar como o ha hecho antes por el uso inadecuado de nuestra bandera u otros infundios lesivos a nuestra dignidad, pero el resto de los mexicanos deberíamos reflexionar sobre nuestra delgada piel que se defiende a gritos, y en la misma moneda, a la menor provocación que ataña de manera distinta nuestra idiosincrasia.
¿Qué debemos pensar de nosotros mismos? No lo sé, en realidad, pero vi el fragmento del programa inglés sobre los mexicanos y en ningún momento sentí nada relativo a mí mismo. Tengo dos años recargado en un cactus y no me disgusta esa imagen, el resto de los improperios se me hizo inadecuado, de mal gusto, injusto y profundamente ignorante de nuestra situación, pero no me sentí realmente aludido ni me quedaron ganas de venganza (“pinches ingleses… je je”); es como cuando alguien me confunde con algo que no soy ¿qué importa eso? Pobre individuo con problemas. Esa es mi conclusión, ni brillante, ni erudita, ni siquiera autorizada por nadie que no sea yo mismo, pero opinión personal de un mexicano. Me acuesto y me levanto a diario sabiendo y a veces pensando que soy mexicano y no tiene nada que ver con el vómito ni las tortillas, es un poco más profundo el dilema de ser mexicanos; ellos necesitarían ser mexicanos para saber lo que se siente, pero de nueva cuenta, ese es su problema.
Ahorita que acabe mis deliciosos chilaquiles, que me tome mi pulque curado de tuna y me acomode mi sombrero zapatista, encenderé mi laptop y pondré a modo de respuesta esta reflexión en mi blog. Seguiré deleitándome con mis ingleses favoritos como Chaplin y Chesterton, Waugh, Green y Sam Mendes; seguiré escuchando con gran placer a Pink Floyd, a los Beatles, los Rolling y Clapton, seguiré disfrutando del Wimbledon open, de los chismes inmisericordes de la realeza, de Emma Thomson, Rachel Weisz, Monty Python y Mr. Bean. ¿Qué me importa lo que puedan decir unos locutores con ansias de atención?
Lo que llama mi atención en este sainete es la unísona respuesta xenofóbica que ese incomprensible y xenofóbico humor inglés genera en los medios de comunicación mexicanos, que de inmediato alzaron sus voces coordinadas para gritar que no somos eso, que los mexicanos ya somos modernos, que los ingleses son unos hooligans, que son transparentes como lagartijas. Reacción equivocada. Con nuestro ancestral sentido del humor nos deberíamos reír a carcajadas de esa injusta inflexión sobre el ser de los mexicanos, ostensiblemente racista; por otra parte, no hay ninguna razón para pensar que los ingleses pudieran pensar otra cosa sobre nosotros. Así son los ingleses, que sólo han sido capaces de verse a sí mismos y con gran crueldad, por cierto. A lo largo de su historia, en sus colonias, los ingleses recogieron rasgos culturales únicamente si servían a sus propósitos ingleses y su inagotable gula: trajeron el té de la India, el tabaco de América y África (el aguacate, el jitomate y el chocolate mexicanos, por cierto, aunque nunca pudieron colonizarnos formalmente), pero fueron incapaces para apreciar las bondades culturales de los pueblos que colonizaron sin piedad. Es por ello que su antropología es pobre (perdón Pritchard, excepcional excepción), como no ocurre en el caso de los franceses o estadounidenses, pues en verdad nunca les interesó lo que pensaran los pueblos que esquilmaban sin compasión. Por eso Gandhi los sorprendió tanto, los cautivó con su postura estrafalaria e inteligente. Pero volvemos a lo mismo, ese es su problema.
El nuestro es ofendernos como si nos mentaran la madre en pleno 10 de mayo. ¿Qué imagen debemos creer entonces los mexicanos que los ingleses deberían tener sobre nosotros? Pueblo ancestral de riquísima historia, antigua cultura y opulenta arqueología; país pluricultural con una enorme sabiduría culinaria y musical, con riquezas naturales que lo hacen uno de los países más hermosos y cálidos de la tierra. Los mexicanos son amables, confiados y solidarios, lograron romper el candado del partido único a través de las urnas, pacíficamente y, aunque lento, su crecimiento económico está sustentado en sus sólidas instituciones y en una incuestionable riqueza petrolera, que ahora refrendan con este magnífico automóvil. No sé, pero algo así nos gustaría que dijeran todos los comentaristas del mundo, especialmente los ingleses. Pero ellos reciben otra clase de noticias: guerra de las drogas, matanzas en Juárez, muerte de gobernantes, regiones enteras en estado de sitio. ¿Qué esperamos que digan de nosotros?
La secretaría de relaciones exteriores está haciendo su trabajo, protestar como o ha hecho antes por el uso inadecuado de nuestra bandera u otros infundios lesivos a nuestra dignidad, pero el resto de los mexicanos deberíamos reflexionar sobre nuestra delgada piel que se defiende a gritos, y en la misma moneda, a la menor provocación que ataña de manera distinta nuestra idiosincrasia.
¿Qué debemos pensar de nosotros mismos? No lo sé, en realidad, pero vi el fragmento del programa inglés sobre los mexicanos y en ningún momento sentí nada relativo a mí mismo. Tengo dos años recargado en un cactus y no me disgusta esa imagen, el resto de los improperios se me hizo inadecuado, de mal gusto, injusto y profundamente ignorante de nuestra situación, pero no me sentí realmente aludido ni me quedaron ganas de venganza (“pinches ingleses… je je”); es como cuando alguien me confunde con algo que no soy ¿qué importa eso? Pobre individuo con problemas. Esa es mi conclusión, ni brillante, ni erudita, ni siquiera autorizada por nadie que no sea yo mismo, pero opinión personal de un mexicano. Me acuesto y me levanto a diario sabiendo y a veces pensando que soy mexicano y no tiene nada que ver con el vómito ni las tortillas, es un poco más profundo el dilema de ser mexicanos; ellos necesitarían ser mexicanos para saber lo que se siente, pero de nueva cuenta, ese es su problema.
Ahorita que acabe mis deliciosos chilaquiles, que me tome mi pulque curado de tuna y me acomode mi sombrero zapatista, encenderé mi laptop y pondré a modo de respuesta esta reflexión en mi blog. Seguiré deleitándome con mis ingleses favoritos como Chaplin y Chesterton, Waugh, Green y Sam Mendes; seguiré escuchando con gran placer a Pink Floyd, a los Beatles, los Rolling y Clapton, seguiré disfrutando del Wimbledon open, de los chismes inmisericordes de la realeza, de Emma Thomson, Rachel Weisz, Monty Python y Mr. Bean. ¿Qué me importa lo que puedan decir unos locutores con ansias de atención?
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