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Paradoja nacional


Un singular país el nuestro, los ciudadanos de a pie corremos el riesgo de perder la vida, el patrimonio o la libertad si se nos ocurre estar en el lugar y la hora equivocados; un país en donde pocos detentan un enorme poder y en el que muchos carecen de las más mínimas garantías individuales, como el derecho al trabajo, a la educación o la salud.

Pero en este país, partido en rebanadas tan desiguales, hay una paradoja difícil de creer si acaso no eres mexicano. Existe, derivado de nuestra ancestral corrupción, un influjo extravagante que llena las manos de poder a depauperados ciudadanos que por una acumulación de omisiones en la práctica de la ley se convierten en pequeños magnates de una esquina, una calle o un vertiginoso autobús urbano de pasajeros, donde ellos son la ley, sin pelos en la lengua.

Un jovencito que acaba de cumplir su mayoría de edad es capaz de someter al más grande terror a cincuenta pasajeros que tuvieron el infortunio de abordar su autobús; un cuidador de coches es capaz de someter a medio centenar de ciudadanos a su arbitrio y decidir quién puede y quien no puede estacionar su coche en una avenida pública de la ciudad, que maneja como su propiedad, cuyos espacios tiene bloqueados con botes vacíos de pintura, cajas destartaladas de madera o simples piedras que ha traído de algún lugar. Una pobre señora cargada de tres hijos es capaz de bloquear, o al menos estorbar, el paso de una avenida importante con el efugio de pintar de amarillo un tope que las autoridades tendrían que haber pintado; hordas de pequeños delincuentes asaltan vehículos en los semáforos con el pretexto de limpiar un parabrisas que poco importa si está sucio o no. Son pordioseros empoderados por los huecos profundos de la acción de la ley que no importan a nadie más que a sus víctimas.

Con esta lente paradójica es como yo veo el reciente escándalo de la prohibición de la película Presunto culpable, donde un jovencito de escasísima edad y educación ha sido capaz de generar un caso que ha removido las viejas estructuras de una práctica judicial que nadie ve ni se interesa hasta que se convierte en víctima del atropello. Este joven indicó al ciudadano con su dedo arbitrario y propició su detención. Su voz fue suficiente para que el aparato de justicia la considerara por encima de una veintena de testigos que vieron lo contrario; más poderosa que la prueba de Harrison que indicó que el presunto culpable no había disparado un arma; suficiente para que el juez dictara una sentencia de veinte años a un hombre a todas luces inocente. ¿Quién es este pequeño poderoso que ahora paraliza la proyección de la película en 200 salas de exhibición nacional? Es una paradoja, es parte de un poder paradójico que los mexicanos conocemos y franqueamos cada día de nuestra vida, que en otras circunstancias estaría en la cárcel por perjurio, por daño económico, por impudente, Aunque, también lo sabemos, en el origen de este caso este jovencito sólo quería salvar su propio pellejo, pues las “investigaciones” judiciales lo habían señalado a él como presunto culpable de la muerte de su primo. Todos sus desvaríos, pues, fueron mero instinto de sobrevivencia.

¿Cómo culparlo a él o al limpia parabrisas o a la señora que bloquea avenidas, al cuidador que se apropia de calles enteras; cómo culpar al joven chofer del autobús a quien las autoridades le permiten conducir en esa forma suicida? No es posible culparlos, porque ellos son las primeras víctimas de nuestra paradoja nacional. El país del “ahorita”, la nación sin mañana.



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