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Pequeño Cabo



Isla de Santa Helena, 5 de mayo de 1821. Lo que vemos es un hombre enconchado sobre sus rodillas con un rictus de un dolor añejo que perlea su frente de sudor frío. Está muriendo de algo indefinido, los médicos dicen que es una afección de los riñones o el hígado, pero él cree que es la misma enfermedad que mató a su padre: cáncer de estómago. Investigaciones químicas efectuadas doscientos años después en algunos de sus cabellos indican que era la ingestión de arsénico la causa de su sufrimiento. Lo único cierto es una cosa: el pequeño hombre sufría dolores verdaderos. Y no eran nada nuevos.

Toda la vida adulta padeció dolores estomacales, desde sus exitosas campañas militares como oficial del ejército francés, cuando fue proclamado Emperador en 1804 o Rey de Italia al año siguiente. Napoleón fue el hombre más poderoso de la tierra en los primeros lustros del siglo XIX, uno de los más grandes genios militares de la historia que no conocía las medias tintas, pues hasta sus derrotas eran apoteósicas. Napoleón el iluminado, el tirano, el megalómano cuyas órdenes costaron millones de vidas.

Odiado y amado con la misma intensidad (sus soldados le llamaban el Pequeño Cabo: Le petit Caporal), movilizó ejércitos nunca vistos en su época y tan sólo en la campaña rusa perdió a 650 mil soldados de sus tropas. Todo en grande, como su gran derrota final en Waterloo el 18 de junio de 1815, cuando finalmente fue vencido por los ingleses, para vivir un exilio de seis años en una isla del Atlántico, que hoy terminaban con dolor a los 51 años de edad.






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