Honrar grandes y pequeñas personalidades es algo que siempre
se nos ha dado bien a los mexicanos; a veces ni siquiera necesitamos al sujeto
entero para honrarlo, con un pedazo de su señoría nos las arreglamos para
cantarle himnos y dedicarle santuarios en sitios estratégicos de nuestro andar
nacional. Sólo así es posible explicar las pompas fúnebres dedicadas a aquella
pierna de Antonio López de Santa Anna que le fue amputada en la batalla de
Texas, o el brazo de Álvaro Obregón que le fue amputado en la Batalla de
Celaya. Como quiera, había pretextos para la celebración. A la primera
extremidad se le hizo una ridícula ceremonia fúnebre en la que fue enterrada con
toda solemnidad en el panteón de Dolores, aunque a las cuantas semanas la pata
de Santa Anna fue sacada de su fosa para arrastrarla por las calles de México,
mientras el resto “serenísimo” del cuerpo huía de la capital. A la segunda
extremidad se le construyó un mausoleo enorme en la plaza de San Ángel, el
antebrazo de Obregón fue puesto dentro de un frasco que duró muchas décadas en inútil
exhibición, pues ni siquiera podía dar la mano a los visitantes.
En las celebraciones modernas hemos andado escasos de
héroes, al menos del tipo de “héroes” que justifican monumentos pagados con el
erario público, lo que de antemano borra las posibilidades de erigir monumentos
a cualquier “mártir” o “héroe” de alguna oposición. Los méritos de Luis Donaldo
Colosio para sus monumentos difícilmente se discute, pues es mártir de algo, aunque
sea de su propio destino, pero los de Juan Camilo Mouriño, a quien la semana
anterior le fue inaugurada una estatua por la esposa del presidente, son más
difíciles de encontrar; caerse en picada con su avión sobre la ciudad de México
no parece mérito suficiente para ser petrificado en una plaza pública y menos
con dinero de la nación.
Mi capacidad para sorprenderme ha sido interrumpida este día
al enterarme de la sala Jorge Hank Rhon en el remodelado Museo Tamayo del
bosque de Chapultepec, reinaugurado el lunes por el presidente Calderón y su
comitiva. La unión de los nombres de Rufino Tamayo y el propietario de los
casinos Caliente me producen vértigo y vergüenza a la vez. Tengo a don Rufino
como el más grande pintor de México y me parece un insulto que le hayan puesto
a una de las salas de su museo el nombre de un señor que ha hecho su fortuna,
en el mejor de los casos, con los juegos de azar y las apuestas equinas; él
mismo un monumento vivo del mexicano oportunista, insensible y rapaz cuya
estirpe es responsable de las calamidades culturales de nuestro México. Y en la
cadena de las ignominias, está otra sala del museo llamada en su remodelación Angélica
Fuentes Téllez… perdón ¿quién dice usted?, una dama más bien desconocida cuyo
dinero le ha permitido ir a parar, al menos con su nombre, a un altar cultural que
no merece y que distorsiona cualquier noción de la cultura para las
generaciones venideras. Resulta que la
señora es la esposa del dueño del equipo de futbol Chivas del Guadalajara,
quien pagó mucho dinero para tan desmesurado privilegio: Jorge Vergara, quien
en su apellido ostenta el respeto que le merece el arte (no pude reprimir este
breve homenaje a Salvador Novo que maliciosamente ironizó con el apellido de
Luis Spota). Dentro de veinte años, un
niño parado afuera de estas salas, pensará que Jorge Hank y Angélica
Fuentes serían quizás dos artistas contemporáneos de Tamayo o de quien sea,
pero artistas al fin, distorsionando la memoria colectiva y la noción cultural en
tanta gente.
Si se trata de dinero con qué pagar lo que antes se lograba
con méritos, no nos extrañe que Bellas Artes cambia su nombre al de la hija de
algún magnate; que la Cineteca inaugure la sala Chapo Guzmán y la residencia de
los presidentes sea llamada ahora, porque lo pagó, “Casa presidencial Elba
Esther Gordillo, antes Los Pinos”, como suele aclararse.
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