Nací y crecí -junto con mis hermanos- a un
lado de la oficina de telégrafos de Cuauhtémoc, Chihuahua, donde mi padre era
el administrador y posteriormente mi madre fue la encargada de atender al
público, hasta sus respectivas jubilaciones. Sus escritorios fueron nuestra
sala de estudios, de juegos, de experimentación plástica, pues nunca nos
faltaron papel, cartón, lápices, crayones, clips, cordón y lacra, que eran
materiales muy usuales de aquel anticuado servicio telegráfico en donde todo se
hacía literalmente con las manos.
De acuerdo a nuestra edad, nos fue tocando
suplir momentáneamente a nuestra madre en la ventanilla de telegramas mientras
ella realizaba otras tareas domésticas y, ya adolescentes, suplir al mensajero
en sus vacaciones anuales repartiendo mensajes y giros por toda la población.
No es exagerado, entonces, decir que éramos una familia telegrafista. Con los
años los hijos fuimos creciendo y yéndonos del pueblo en busca de mejores
horizontes. Mi padre nos fue colocando, llegado el momento, en la Dirección de Telégrafos
del Distrito Federal, en el caso de Antonio, y en la Dirección de
Telecomunicaciones para el caso de Jaime y el mío propio. Evelina quedó
colocada en el Issste del estado de Chihuahua, siendo Alejandro, el menor, el
único que no compartió estos oficios.
En estos modestos empleos pudimos estudiar
nuestras respectivas carreras profesionales y acabar de hacernos mayores,
fueron un trampolín indispensable para que aquellos jóvenes casi campesinos
pudieran desenvolverse en la capital del país. La vida siguió y mis padres se
jubilaron, nosotros buscamos y encontramos otras alternativas más acordes con
nuestros intereses, mientras el telégrafo y toda su carga de sentimientos e
historias quedaron atrás. Pero siempre tuvimos como seña familiar la de ser
telegrafistas.
En su lecho de muerte, impedida el habla por
el cáncer que le atrofió la garganta, pero lúcido y atento, mi papá me
transmitió un largo mensaje con su dedo índice, en clave Morse, sobre el dorso
de mi mano, del que sólo pude –o quise- interpretar que se iba con paz y me
deseaba su mejor sentimiento. Pero hasta ese grado alcanzó a llegar el oficio
de nuestras vidas, demostrándonos una vez más su utilidad.
La oficina de telégrafos era, pues, una
prolongación de nuestra hogar, y por sus dimensiones y los tesoros que
resguardaba, un sitio privilegiado de la casa. Tenía dos escritorios, la mesa
del repartidor y, por supuesto, la mesa del equipo transmisor. Mis recuerdos en
esa oficina tendrían que clasificarse por género y por edades, pues una parte
muy divertida de mi vida ocurrió ahí.
Por ejemplo, como negocio, la oficina de
telégrafos representó los primeros ingresos legales de mi vida –los primeros
ingresos ilegales provinieron del pantalón de mi papá, pues por muchos años me
tocó comprar el pan en el amanecer de cada día-; tenía un numerito muy bien
montado con la empleada de la ventanilla, que era mi mamá, pero que en plan de
negocios nos hacíamos los desconocidos. La red se cerraba cuando: “Señora, me
puede escribir el telegrama”, nunca faltaba el cliente que no entendía cómo
llenar el esqueleto amarillo de los telegramas. Mi cómplice respondía: “Mire,
yo tengo prohibido hacerlo, pero hay un chamaco que por cincuenta centavos se
lo hace.” Llámelo, por favor. Dinero fresco, contante y sonante. Llegué a ganar
tres o cuatro pesos en una mañana, literalmente un dineral, considerando que
mis emolumentos diarios ascendían a la modesta suma de veinte centavos.
Este mes mi papá cumpliría 88 años, pero hace
diez murió. Él es una figura inamovible de mis recuerdos de aquella oficina de
paredes verde “pistacho”, con una enorme caja fuerte, un mural no menor del
cañón de Colorado y un pequeño busto algo magullado de Benito Juárez (intenté
hacerle una copia en yeso y lo dejé un poco tieso); recuerdo a mi papá
escribiendo en su máquina negra de pie, al estilo de Hemingwey, frente al
mostrador; atendiendo de re-oreja las transmisiones que Palomino el operador
recibía a través del Morse en el aparato sonador; siempre atento al servicio, a
los horarios, a las responsabilidades; escribiendo con su ajigoleada caligrafía
de telegrafista letras mayúsculas que parecían cisnes seguidos por una multitud
de patitos garbosos de colitas paradas. Era mi casa, eran mis papás.
En la foto de los años cuarentas mi papá al
centro.
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