Comités ciudadanos.
Se trata de pequeñas dependencias que no
impactan directamente el presupuesto de las instituciones, ya que generalmente
son honoríficas. Ostentan nombres muy pomposos, de aspecto importante: órganos
de decisión; unidades de preservación, comités, comisión, oficinas de consulta.
Generalmente no funcionan y cuando lo hacen, no están dispuestas a pensar. Sean
testigos de cómo se aplican programas predeterminados, añejos, caducos por la
propia dinámica de la burocracia.
Estos grupos de decisión generalmente existen
como organismos anexos a las dependencias y son
supuestamente los que deciden y testifican la aplicación de los recursos
sociales, en cuyas sillas deberían estar sentados representantes de los
sectores sociales interesados: escritores, comunicadores, académicos, que la
mayoría de las veces aceptan tan alta distinción y se reúnen en sesiones
pobremente productivas, que en realidad no discuten ni promueven otra cosa que
las condiciones lamentables en que se las encuentran, con sedes itinerantes e
improvisadas. ¿Por qué no se suprimen esas dependencias que sólo alimentan la
demagogia y el servilismo? San señor secretario y el Altísimo señor gobernador.
Lo que ha podido ver la ciudadanía es que esos órganos de decisión no deciden
ni hacen en realidad nada, al menos nada original, nada verdaderamente
interesante, nada que impacte en la vida pública, que resuene en los rincones
de las casas, en la gente, en los niños y las mujeres.
No lo vemos en la ecología, en la cultura, en
la educación, que es donde los gobiernos –no sólo de México- deberían a
atreverse a discernirlo. Pero ni siquiera se discuten. Mi análisis de treinta
páginas apenas fue leído por uno de mis colegas vocales. El director no lo
entendió. No se dijo nada, no se discutió. Esta fue mi carta de renuncia:
Estimado compañero: con tristeza leí tu carta
peripatética que calificas de tragicómica, donde nos narras tus últimas
batallas contra los molinos de viento de la burocracia federal y estatal, particularmente la estatal. No se sabe si es
un problema de antipatías, negligencia o verdaderas razones administrativas y
políticas que evidentemente no has sabido o podido manejar por múltiples
razones. Por desgracia no está en las facultades de la Comisión hacerle frente
a la sinrazón de los retrasos y la mala comunicación entre las instancias
oficiales que también la componen. Sus fundamentos nos piden que discutamos la
cultura popular y la aplicación financiera del estado y la federación a ese
fenómeno social, no que veamos si hay grapas en la engrapadora ni que cuidemos
que se pague la luz. Todas esas cosas ocurren por la falta de voluntad política
de parte de quienes deben encargarse de ello, pero no nosotros, un grupo de
ciudadanos que de buena voluntad aceptamos formar parte de una instancia
honorífica de decisión y discusión sobre el tema de la cultura popular, cosa
que lamentablemente nunca ocurrió.
Ahora recibimos tu carta lamentosa entreverada
en un lenguaje que combina lo críptico de las antiguas células clandestinas con
la desinhibición del moderno talk show.
Primero pides discreción y luego hablas de que “los proyectos” de cultura
popular molestan a ciertas personas. ¿A quién te refieres? ¿de qué proyectos
hablas? ¿Es eso fomentar la discreción? No creo que esa sea la política más
recomendable para la Comisión, la de las facciones, las víctimas. Después lanzas
un lamento moribundo, convocas a una “sesión extraordinaria” de la Comisión y
terminas sentenciando que “el futuro está en sus manos”, o sea en las nuestras.
Mi propio despecho. La carta pública que
extendí a los miembros de la Comisión no fue para hacer grilla o por un mero
impulso de exhibicionismo intelectual. Se trataba de un recuento académico,
honesto y pedagógico para intentar iniciar un debate en la Comisión en torno a
la cultura popular, como se estipula en el reglamento que le da sustento. Es
una pena que no tengas vales para gasolina, pero esa no es nuestra función,
sino la de discutir la cultura popular. Tu respuesta a mi carta no la hiciste
extensiva a todos los miembros de la Comisión, mucho menos hiciste llegar mi escrito
al resto de los miembros, cuyo correo electrónico desconozco y que, a mi
juicio, era tu obligación, pues eres la parte vinculadora. “Vean, esto opina
Fulano”. Pero no, mejor echémosle tierra y pelemos los dientes socarronamente
cuando salga el tema a colación, enviémoslo al desván de las discusiones. ¿En
la orden del día? ¡Qué va! No es para tanto. Los de la Comisión –los
ciudadanos, digo, las fuerzas vivas representadas en esta demagógica instancia-
sólo deben convalidar con su voto los despojos del fatigado programa bonfilista
y la miseria restante del presupuesto anual. Favor de levantar la mano.
Pertenecí a
la Comisión hace muchos años, en el siglo pasado, pero renuncié porque
me pareció una pérdida de tiempo. Acepté en 2005 para enterarme qué cosa era,
pues, eso de la Comisión, la instancia estatal para la discusión y aprobación
de proyectos de culturas populares. Un año estuve observando, leyendo,
cavilando. Acepté nuevamente en 2006 porque creo firmemente que los organismos
ciudadanos deben de tener presencia en las decisiones de los gobiernos, siempre
que se pueda. Un día hice mi aportación con ese documento que me costó mucho
tiempo redactar, terminar, pulir. Me pareció que eran argumentos serios que
buscaban darle dignidad a un organismo muerto al que quieren mantener
discutiendo si los corren de este lugar o de aquel otro, si Fulano no ha
cobrado sus viáticos o si les irán a cortar la luz. Sobre mis argumentos:
silencio. Por increíble que parezca: “no está en la orden del día”. Pero
escribe más, mantente escribiendo, me pediste. Nadie leyó mis argumentos porque
nadie los recibió con tiempo y recomendación de tu parte. En nuestra reunión mensual
no mereció cinco minutos de análisis; bueno, ni siquiera su mención de tu parte
y mis alegatos resultaron incomprensibles, pues de por sí priva la apatía en
aquellas cosas que nos obliguen a leer más de diez líneas. Así no se puede. Me
voy como el Jibarito, pues luego de haber redactado loco de contento mis
argumentos, me retiro llorando por el camino.
Seguiré aceptando representar a los simples ciudadanos siempre que tenga el
honor de hacerlo, como lo que sea que represente yo de la sociedad. Me parece
que esa es la vía de la democracia. Tal vez me siga decepcionando y renuncie
una y otra vez a esos organismos ciudadanos creados para la discusión plural de
nuestras preocupaciones nacionales. Es prioritario que lo hagamos todos y que
tratemos de hacerlo bien, pero no para cumplir los requisitos de una burocracia
necesitada de convalidación social, sino para discutir los amplios e
importantes fines para lo que son creados los organismos ciudadanos. Por tu
atención –tal vez esto sí sea
tragicómico-, muchas gracias.
Bueno, compañeros, huelga decir que esta carta
es mi despedida, mi renuncia oficial. Tal vez sólo faltó química discursiva,
eficacia, orden, pues guardo para mí sus respectivas amistades. También al
resto de las amables personas y funcionarios que nos acompañaron. Que güeva me
dan.
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