Sin pretender convertir
este blog en una página de obituarios, no puedo dejar pasar la sorpresiva muerte
de Germán Trujillo Mendoza, quien cumpliría 57 años en estos días, el 23 de
octubre, pues era treinta días menor que yo. De niños fuimos amigos y compartí
con él y su hermano Mundo muchos momentos de mi niñez y más de mi temprana
juventud, mi adolescencia, cuando fuimos parte del cuarteto que formamos él,
sus primos Lencho y Jaime y yo. Poco
antes de cumplir dieciocho años salí del pueblo y nunca volvía ver a Germán, excepto en esa ocasión en que
se tomó esa fotografía de los cuatro, a principios de los años ochenta, en
medio de la plaza cuauhtemense completamente nevada. Fueron unos minutos de
saludos cordiales y buenos deseos. No tuve tiempo de saber que se había
convertido en un contador público de empresas en Querétaro, que había tenido –o
iba a tener- dos hijos con su adorada novia de la preparatoria, Tere, ni que iba
a morir tanto tiempo después solo en una casa de Saltillo tras haberse separado
de su pareja de media vida.
A nuestros doce años
de edad murió su padre, don Edmundo Trujillo, propietario de la antigua
estación de radio local y hombre culto como buen periodista que era del único
diario del pueblo, también de su propiedad, La Voz de Cuauhtémoc. Fue una muerte cercana y sensible para mí,
pues los Trujillo eran mis amigos, Mundo, Germán, Vicky, compañeros de escuela y
muchas aventuras callejeras con Luis Ochoa, Chuca Marín y Jorge Ordoñez. Don
Edmundo tendría la edad que ahora tenía Germán, tal vez un poco menos. Era un
hombre alto y flaco, con una mirada penetrante y una voz de tenor templada y
temible. “Acaso no entienden el español”, nos dijo un día que penetramos en un
terreno que tenía por el templo y que nosotros invadimos con Germán y Mundo
para tallar unas lajas de cantera que sustrajimos de la construcción de la
iglesia. No que fuera un robo, había cientos de pequeñas lajas inservibles de
cantera diseminadas en todo el área donde los artesanos esculpían enormes
bloques de cantera con cincel. No había tampoco ninguna restricción en
recogerlas, como sí la había de subirse a las torres que conducían al
campanario, que visitamos tantas veces también, cada que vimos una oportunidad.
Esos cuatro
compinches despertamos juntos a una pubertad prometedora de placeres mundanos y
sexo imaginario: la adolescencia pueblerina que no tenía obstáculos ni se
llenaba fácilmente con goces sucedáneos. Con ellos tomé mis primeros tragos de
aquellos brandis horrorosos de siete pesos el cuartito. Y los segundos y
terceros. Yo supuse que de no haber salido del pueblo me hubiera convertido en
el alcohólico que entonces prometía ser, pero es un cálculo tal vez equivocado
-o exagerado, en todo caso-, pues ninguno de ellos lo fue. Pero en aquellas
noches cuauhtemenses de duro cierzo invernal aquel adolescente que era yo de
apenas un metro treinta centímetros de altura falté por primera vez a mi casa
al quedarme en el cuarto de Germán y Mundo a dormir porque la guitarra y las
copas y Atahualpa Yupanky, y otros amigos mayorcitos, compañeros de Mundo,
Jorge Mario, Fermín, Félix, habían terminado por aceptar que aquellos niños que
mañana serían jovencitos podían ser asistentes de sus reuniones juveniles
siempre que no hablaran demasiado, cantaran despacito y no vomitaran las
colchas de las camas para no contravenir a su mamá, doña Chelo, viuda ella de
don Edmundo y mujer inteligente y sensata que prefería tener a sus hijos en
casa que echando la copa en cualquier otro lugar de aquel pueblo que poco antes
había perdido su tranquilidad, pues el Décimo Regimiento de Caballería del
Ejército Mexicano había llegado a establecerse para siempre jamás. O sea que
todos, el pueblo mismo, había perdido su candor y su simplicidad.
La muerte de don
Edmundo me marcó de otra manera menos lamentable y más cultural. Ese día su
estación de radio, que transmitía música popular, éxitos de los años sesenta
como el cantante Polo o Leo Dan, Angélica María, Enrique Guzmán o cumbias de
Virginia López como La pollera colorá o La cosecha de mujeres (“nunca se
acaba”), por la razón del duelo de su propietario decidió transmitir todo el
día sus viejos discos de música clásica que dormían el sueño de los justos en unos
anaqueles bajo llave. Fue la sorpresa de mi vida. No calculaba que en el mundo
hubiera algo tan hermoso como lo que estaba escuchando mientras mis papás
acudían al funeral de don Edmundo, música mágica que parecía salir directamente
del cielo para enmarcar la indubitable muerte del padre de mis amigos. Había
visto Fantasía de Walt Disney en el cine Plaza unos años antes, pero por alguna
razón no había registrado la existencia de un tal Strauss y Bach, Beethoven,
Mozart, Liszt, Chopin y tantos más que tampoco identifiqué ese día porque no
tenía el mínimo marco cultural para interpretar nada que no fuera Chayito
Valdés o Leo Dan; o Agustín Lara, las hermanas Águila, Carmela y Rafael,
Armando Manzanero, Emilio Tuero, Avelina Landín, Fernando Fernández, Toña La
Negra, Pedro Vargas y tantos más cantantes de bolero que la afición de mi papá
me había transmitido al punto de la especialidad, porque tampoco era un niño
pueblerino vacío, pues esos niños no existen salvo en el prejuicio de algunos
habitantes de la ciudad. Hasta se podría decir que era un niño informado,
asistíamos al cine tres o cuatro veces por semana, leíamos Selecciones y
Vanidades, pero esa música nunca había estado en mis expectativas, ni en mis
sueños, ni aún en mis más acaloradas fantasías. Era sublime, era hermosa, era
humana, demasiado humana. Gracias, don Edmundo, su muerte trajo a mi vida un
don que aprecio entre los más grandes dones que acaso he recibido.
Un día Germán nos
convocó para mostrarnos una novedad. Su primo de la ciudad de México había
llegado con un disco de Jesucristo Superestrella y era urgente escucharlo con
la debida ceremonia. Recuerdo nuestras caras de asombro sentados en las camas
mientras Judas se debatía (¿y es negro?) en su culpabilidad. Hasta el propio
Capi, que era el perro de los Trujillo, parecía contagiado de solemnidad.
En la foto, Germán y yo, preparatorianos, recitamos un poema en el Gimnasio Municipal.
En la foto, Germán y yo, preparatorianos, recitamos un poema en el Gimnasio Municipal.
Germán era joven
atractivo de huesos pronunciados y enormes cejas sobre unos ojos parecidos a
los de su papá, oscuros y profundos; en la preparatoria causaba admiración su negra
cabellera quebrada y brillante. ¿Qué te echas, hijo?, le preguntaban las
maestras, a lo que Germán, que vivía rodeado de hermanas y por lo tanto sabía
de cuidados de belleza y aliños, respondía sin malicia: mayonesa en las noches,
tomate alguna vez al mes y me lavo con jabón detergente. No era broma, se
tomaba en serio la salud de su cabello. Por lo demás, su semblante enjuto no
llegaba a parecer enfermizo, aunque sí algo famélico; nunca fue bueno en los
deportes, sus rodillas chocaban como cabras enloquecidas o tal cosa parece en
el recuerdo; era algo zambo, de huesos titubeantes, brazos nerviosos con manos
largas y esqueléticas.
Germán fue el
primero de los cuatro en trabajar de manera, digamos, formal –pues Lencho
siempre fue mecánico automotriz, Jaime cobrador de la oficina de don Fidencio y
yo esporádico repartidor de telegramas. Y aun nos invitó algún día a ayudarlo
en su negocio de tapizado de paredes. Algo cambió con la llegada de ese dinero
a nuestras vidas. Teníamos 17 años y éramos, sin lamentaciones, pobres sin
exagerar. Es una edad en donde la pobreza es cómoda porque el 99 por ciento de
tus conocidos goza de la misma peculiaridad. Bueno, pues Germán entró a ocupar
ese uno por ciento solitario que, de la noche a la mañana, trajo dinero en los
bolsillos; se compró algunas camisas y algunos pantalones de moda, le cambió el
semblante y nuestras reuniones vespertinas, cuando tenía tiempo de acudir, ya
no fueron las mismas. Germán tenía dinero y podía incluso comprarnos chocolates
americanos que vendían en la Dulcería Coahuila, pero algo se había
desequilibrado entre nosotros.
Como sea, tal vez
ocurra siempre en todas las vidas, la amistosa complicidad de descubrir el
mundo en la primera adolescencia es algo que te marca para toda la vida. No
hubo año en que no haya recordado a Germán, como recuerdo a Jaime y a mis otros
amigos. No me explico y tampoco me atrevo a especular cuáles eran los temas del
mundo que nos entretenían tardes enteras (y los meses y los años) en alguna
esquina de nuestro pueblo que de pronto fue ciudad. Cuando nos despedíamos, ya
retirados los unos de los otros, seguíamos hablando de algún detalle que se nos
había pasado comentar. “Nos vemos mañana”, decíamos innecesariamente, porque en
aquel Cuauhtémoc, con apenas libros y muy poco hábito de frecuentarlos; sin
diarios, ni revistas y con una pésima señal de televisión, el día siguiente
estaba destinado a la conversación; a hablar y hablar y hablar...
Cuando un amigo
muere necesariamente muere algo de uno mismo, aunque sea una porción de la memoria; en cierta forma es nuestra muerte también. Unas semanas después de la
muerte de Germán murió Guga, amiga juvenil de mi esposa Malú y cómplices mutuas
de la adolescencia, junto con Claudia Vidal. Sin perder el buen ánimo por la
vida, pero inevitablemente viéndonos en esos espejos tan cercanos, solo acatamos a
expresar teatralmente mientras nos abrazábamos: “Primera llamada, primera…”
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