En la vena de las leyendas, la siguiente
quizás sea la primera versión de una leyenda sobre un fantasma que moró en una
antigua plaza de toros del Barrio de Santiago en la ciudad de Puebla que fue
desmontada hace ya muchos años. En las leyendas no se discute su certidumbre,
se creen o no se creen, pero mi informante, el maestro de baile Ángel Peña,
indudablemente vio algo que en sus años mozos no tuvo la menor duda de
reconocer como un fantasma, ni más ni menos que el fantasma del torero que
contaban algunos comensales que también lo vieron. Esta es la historia.
Un día
vimos al torero fantasma, se abrieron las puertas y vimos su sombra. Nosotros
vivíamos en el barrio de Santiago donde estaba la plaza de toros y había muchas
historias de toreros. De pequeños nos tocó jugar beisbol en la arena del rodeo,
como el piso era de arena era muy rico jugar ahí, se podía uno tirar, lanzarse,
brincar sin ninguna preocupación. Entonces tuvimos oportunidad de conocer a los
consagrados del toreo, figuras importantes, desde Joselito Huerta hasta Arruza,
después Alfredo Leal y todos los que se fueron formando ¿no? Nosotros nos
metíamos a escondidas y jugábamos a las escondidillas. Entonces siempre hubo una
creencia, de acuerdo con un señor que era el encargado de cuidar la plaza, que
vivía ahí mismo, en el interior por la parte de la 9 poniente donde estaba su
casa. Su hijo siempre jugaba con nosotros y su papá le contaba muchas anécdotas
de los novilleros y los matadores. Entonces a nosotros nos decían que
tuviéramos cuidado, que nunca anduviéramos solos, que anduviéramos en pareja,
nunca solos, porque había un alma en pena de un torero que se llevaba a los
niños para no se sabía qué. No sabíamos su nombre, sino que era un torero que
había muerto en la arena de esa plaza y ahora andaba penando; nos decían que si
llegaba a encontrar a un niño solo no se le volvía a ver. Nosotros le decíamos
simplemente el fantasma y nunca, nunca, andábamos solos.
La
plaza de toros de la ciudad de Puebla, en las calles de la 11 poniente y la 19
sur, donde ahora está un centro comercial, por la zona de la UPAEP, era nuestro
campo de juegos. Era la plaza principal, porque había una plaza de toros
enfrente de lo que es hoy el Parque Ecológico, que era aviación antes, ahí
también era plaza de toros, en la 24 sur.
Pero
esta era la principal. Enfrente vivía la familia de los Calleja, la mayoría de
los matadores se llevaba con esa familia y ahí era donde se vestían de luces,
era muy raro el que se vestía en el interior del toreo, donde había vestidores,
altar y todo, pero por alguna tradición la familia Calleja tenía la costumbre
de recibir a todos los matadores y sobra decir que el señor Calleja era
aficionadísimo a la fiesta brava, por lo que todos coincidían en llegar a su
casa. Entonces veíamos como atravesaban la calle rumbo a la plaza. Era nuestro territorio,
el campo de juego, todo el toreo. Y en las grandes corridas, en la privadita
que está atrás, por donde pasaban los cables de las primeras transmisiones de
televisión y nosotros cabíamos, nos metíamos subrepticiamente. Siempre
andábamos en los toriles y era un lugar peligroso, no por el fantasma, sino por
los toros.
Cuando seleccionaban a los toros y los entorilaban para darles el orden de salida de partida de plaza, primero los tenían a todos juntos y luego los iban separando. Había un cuadro que se llamaba “antes de toriles”, donde nosotros hacíamos una especie de apuesta, era un callejoncito donde cabía una sola persona, y a veces nomás de costado, y tenía varias aberturas para ir tentando al toro. Pues nosotros, de canijos, que no teníamos más de un metro de estatura, apostábamos los cinco, los veinte centavos para ver quién se cruzaba de lado a lado, y dependiendo si cruzábamos por el frente, por atrás o por el costado, era la apuesta. Había que armarse de valor, pues el riesgo era grande, el toro estaba muy nervioso y nosotros éramos muy pequeños, algunos íbamos de rojo, entonces era como más riesgo. Y sí, pasábamos corriendo, a veces nada más en ángulo, sin atravesar totalmente, pero los toros amagaban que hacían las embestidas y era muy divertido. Pura adrenalina. Claro que éramos tan rápidos no nos alcanzaban, pero ese era el chiste, nos la jugábamos ahí.
Uno de
tantos días que estábamos jugando se nos apareció el Torero Fantasma. Decían
que era un matador que nunca fue famoso pero que siempre estuvo en todas las
corridas, en algunas ocasiones creo que hasta de espontáneo, siempre se
lanzaba. Y murió ahí, por eso. Pero que de veras tenía esa afición y ese sueño
de ser un gran matador. Y bueno, nosotros veíamos a los aprendices y a los
prospectos, tal vez hasta lo conocimos, porque se decía que era moreno, alto,
de gallardía, y nosotros teníamos la curiosidad de verlos cuando entrenaban los
nuevos valores en la plaza, pasaban los cuernos, los pitones y ensayaban,
hacían las pruebas y nosotros las presenciábamos. El Torero Fantasma se suponía
que podía haber sido cualquiera de ellos, aunque es muy improbable que fuera
uno de ellos, pues nosotros jugábamos ahí en los años sesenta, estoy hablando
del 63 al 65, cuando yo tenía siete, ocho años, pero ese torero debe haber sido
de los años cuarenta o cincuenta.
Una
tarde lo vimos. O quisimos creer que lo vimos. Nosotros conocíamos muy bien
cómo se hacía el paseo, la partida de plaza de los toreros, y esa tarde casi
casi vimos cómo la sombra del torero fantasma, con su capote y su alterno y sus
mozos de plaza que les ayudan, vimos cómo se proyectaban sus sombras, porque
cuando abrían las puertas del ruedo para que salieran las cuadrillas allí se
notaban siempre las sombras, y como la puerta era del lado del sol, del lado
poniente, casi siempre se proyectaba la sombra que en las tardes daba del lado
poniente, como si se ocultara en lo que antes era el Colegio Oriente y ahora es
la UPAEP; el sol siempre bañaba esa esquina totalmente, entonces sus sombras
fueron bien visibles y nosotros sabíamos que no había nadie ahí, al menos nadie
vivo; estábamos jugando y de pronto vimos esas sombras del Torero Fantasma y el
alma se nos fue a los talones; estábamos ahí chacoteando pero siempre
sensibilizados y, de alguna manera sugestionados con la historia del Torero
Fantasma, que entonces tuvimos la seguridad de ver e, incluso, oímos cómo se
abrían las puertas. Cuando apareció la supuesta sombra salimos hechos la
cochinilla hacia la casa de este señor y nos fuimos a nuestras casas muy
disimulados, porque tampoco íbamos a pasar de cobardes; cuando nos preguntaron
nos hicimos los muy machitos. Y así fue.
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