A finales de 2014 dictaminé un
libro de leyendas poblanas que venía sin prólogo, pues el editor retiró la
primera página en aras de un dictamen ciego y objetivo, omisión que resultó
relevante, pues ahí, además del nombre del autor, figuraba la advertencia de
que todos los relatos incluidos, tratados como leyendas, provenían única y
exclusivamente de la imaginación del autor, es decir, no eran propiamente
leyendas sino historias, cuentos, perspicaces fantasías del escritor al que por
cierto le fallaba la prosa, aunque le sobraba imaginación.
Al ser leyendas, como supuse
en primera instancia, recopiladas por una persona mayor en los barrios de
Puebla, el volumen tenía un interesante valor histórico y antropológico, porque
las leyendas eran plausibles y atañían a barrios específicos de la capital;
pero al ser inventos del autor ¿era posible y pertinente seguir llamándoles
leyendas?
La pregunta que busqué
responder en un segundo dictamen fue si las personas modernas tenemos el
derecho a crear nuevas y mejores leyendas que las existentes. La respuesta no
es sencilla, pues incide en la libertad de creación y nos somete a una revisión
de nuestros numerosos prejuicios. Tenemos derecho a crear leyendas pero, al
parecer, hay que cumplir con cierto número de condiciones para hacerlas
valederas.
La palabra leyenda proviene
del verbo latino legere, cuyo
significado varía entre escoger y leer. Algo para ser leído que el catolicismo
aplicaba especialmente en las biografías de los santos pero, con tan poca
precisión histórica y detalles tan fantásticos, que poco a poco fueron
perdiendo credibilidad, convirtiéndose en… leyendas.
Una leyenda es una narración
de hechos naturales, sobrenaturales o mezclados que se transmite de generación
en generación de forma oral o escrita y puede presentar elementos
sobrenaturales como milagros, presencia de criaturas extraordinarias o de
ultratumba que aparecen como reales, pues forma parte de la visión del mundo
propia de la comunidad en la que se origina la leyenda.
En una acepción más concisa y
moderna, se define como leyenda a un relato folclórico con bases históricas y,
contrariamente al mito, que se ocupa de dioses, la leyenda trata de seres
humanos que representan arquetipos: el del héroe, el anciano sabio o el villano;
la heroína y la bruja. (Wikipedia)
Como puede apreciarse, las
imaginativas y entretenidas leyendas de ese autor no cumplían los requisitos
para ser llamadas leyendas; eran cuentos, historias inventadas sobre los
barrios de Puebla –como deberían llamarse-, y en cuyo caso habría que
reflexionar sobre la pertinencia de que los niños y jóvenes escuchen o lean
estas historias sobre sus barrios sin acusar confusión en la historia de su
ciudad, mezcladas con numerosas ofuscaciones antropológicas y hasta con seres
estrambóticos como Cthulhu, el monstruoso ser creado por el escritor
estadounidense H.P. Lovecraft, que de pronto aparece en una de las historias.
¿Se hace un beneficio a la imaginación de un niño o se distorsiona su visión
histórica sobre nuestra -de por sí- nutrida tradición de historias y leyendas?
Todas estas reflexiones vinieron a mí cuando otro conocido
editor me solicitó un libro de leyendas poblanas contemporáneas, un tema por el
que yo había pasado leyendo diferentes y numerosas páginas de internet en donde
hay libros completos sobre este tema, necesariamente sobado, razón por la que
le propuse que mejor fueran leyendas testimoniales, no leyendas formales, pues
estas saturaban ya el internet y las hallabas en diversas versiones, tamaños y
calidades; en cambio, las testimoniales podrían al menos darnos una nueva
versión, más coloquial, de las leyendas, lo que nos pareció de momento, al
menos, original.
Me puse a trabajar y con las semanas lo que encontré en mis
informantes poblanos fue un explicable hartazgo sobre ciertas leyendas que han
escuchado y platicado ya un millón de veces, al grado que podríamos crear una
leyenda que tratara de un hombre que contaba las mismas leyendas poblanas hasta
que se convirtió en leyenda. Historias archicontadas que, como la receta de los
chiles en nogada, a la que le quitan aquí y le agregan allá, devienen en una
sarta de mentiras veniales y exageraciones con tal cantidad de versiones como
informantes tengas.
El lado bueno de la experiencia fue la novedosa aparición
de leyendas modernas, si acaso cumplen el requisito, como la del torero
fantasma o el capitán también fantasma que ya he publicado aquí, así como otra
serie de leyendas inocuas donde no pasa nada a pesar de la diabólica presencia
del nahual o de la bruja o la llorona en persona; preciosas “leyendas” que, más
allá de la anécdota, nos hablan de la idiosincrasia y los anhelos truncados de
generaciones de hombres como en El alma de la Malinche, que resulta ser una
mujer “blanca” con la que los alpinistas que suben esa montaña
poblana-tlaxcalteca sueñan con amancebarse y por ello están dispuestos a seguir
sus imposibles instrucciones. Estas las iré publicando en lo sucesivo.
El libro de leyendas orales se truncó, como era de
esperarse, primero porque no me desbordaba el entusiasmo de ver las cejas
alzadas de mis informantes, y segundo, porque en efecto la gente está cansada
de contar historias que por lo demás están en todas partes, tanto en librerías
como en el internet: El doliente de San Diego; El niño panteonero; Los obreros
del Puente; El lirio poblano; Leyenda de los volcanes; Los volcanes de la
leyenda; la del beato, de la beata, la casa del perro, el Cuexcomate, la dama
colorida, la descolorida, la de rojo y la de verde; que la leyenda de la
campana de catedral, que la de la casa que mató al animal, que la de Anita y su
sueño de alfeñique.
Las personas me miraban con cierta y justificada
desconfianza cuando les pedía leyendas poblanas: ¿Por qué quieres escuchar
semejantes cosas?
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