Partimos de Hornopirén con el propósito de llegar ese mismo
día a la enorme isla de Chiloé, para lo cual teníamos que desandar el camino de
terracería hasta Puelche, de ahí en barcaza a la caleta La Arena, después por
carretera hasta Puerto Mont, de ahí a Pargua, luego nuevamente una barcaza al
embarcadero de Chacao, ya en la emblemática isla del sur chileno, y de ahí dos
o tres horas al sur hasta el puerto de Tenaún, a donde finalmente llegamos casi
a las 12 de la noche.
En nuestro tránsito, en el que vimos nuevamente muchos
emplazamientos de monocultivo forestal, aprovechamos para visitar el histórico
Puerto Montt, un enorme puerto con una gran actividad comercial y cultural.
Concretamente fuimos al sector de Angelmó, una zona turística de venta de
artesanías en donde se halla, además, un hermoso mercado construido de madera con
una variedad increíble de los famosos mariscos chilenos, donde por supuesto
degustamos un ceviche exquisito y resanamos con un par de empanadas de carne salpicadas
con una salsa picante roja muy sazonada y sabrosa. Hicimos las compras
pertinentes de artesanía barata en un mercado abierto a la calle con artículos
de lana, madera y cuero, principalmente, incluidos los ubicuos suéteres
peruanos que están en todo Chile.
La travesía por el mar se hace a bordo de enormes barcazas
muy modernas y bien equipadas, que son capaces de llevar dos decenas de
vehículos de todas dimensiones, desde pequeños autos hasta tráileres y
autobuses. Nuestra camioneta pagó 12,500.00 pesos chilenos (354 pesos
mexicanos). Puede uno bajarse del vehículo y disfrutar de los 20 minutos que
dura la travesía, entre cuyas curiosidades vimos algunas focas saludándonos
desde el mar... ¿eran focas? Bueno, desembarcamos en Chacao y emprendimos al
sur por la ubicua Ruta 5, la Panamericana, a través de un paisaje depredado
debido a una inmoderada y criminal tala tanto antigua como moderna, con retazos
de monocultivo aquí y allá; relativamente pronto doblamos a la izquierda a la
ciudad de Quemchi, donde afrontamos una carretera de terracería de 24
kilómetros señalada con luces y anuncios que ya quisiéramos en nuestras
carreteras comunes, como si fuera una autopista, hasta llegar a Tenaún, en la
costa oriental de la isla, un pueblito de 450 años de antigüedad que, sin
embargo, es apenas una aldea; muy bonita, eso sí, con impecable arquitectura
“sureña”, en donde fuimos recibidos con una espléndida cena elaborada por
Rosita la grande, madre de Cris, a la que llamo así para diferenciarla de
Rosita, la esposa del pescador Germán, dueños ambos del alojamiento que nos
acogió (Bueno, Rosita la grande es grande de por sí). Nosotros, además de
cansancio, llevamos la lluvia a Tenaún. Y, en consecuencia, el frío.
Debo dedicarle una entrada completa a Tenaún, pero esta ya
se alargó, de modo que aprovecho para consignar nuestra visita a dos ciudades
cercanas en los cuatro días de nuestra estancia en la isla de Chiloé, la
primera fue la ciudad de Dalcahue, frente a la popular isla Curacao de Vélez,
un agradable pueblo entre los montes que da a un puertecito. Ahí visitamos un
buen mercado de artesanías y disfrutamos por supuesto de una arquitectura
“fiel” al sur chileno. Llovía sin pausa, pero con todo: frío y agua, un nutrido
turismo muy singular, perfectamente adaptado a las circunstancias, atiborraba
el mercado y las calles del puerto. Decenas de jóvenes mochileros arribando al
lugar como si se tratara de Acapulco ¿a hacer qué?, me preguntaba yo húmedo de
lluvia y muerto de frío.
Otro día fuimos a la ciudad de Castro, la capital de la
isla de Chiloé, donde tienen una enorme catedral de madera, impresionante, que
es patrimonio de la humanidad, con bellas imágenes de madera, santos, retablos
y hasta los curas y los feligreses deben ser de madera. Un hombre inhalaba solventes
químicos en el pórtico interior.
Tras un delicioso café y un paseo guiado por Frank y Cris
por el centro de Castro, retornamos a nuestra base en Tenaún.
Crédito:
Todas las fotos de esta, como de todas las entregas del sur chileno, cortesía
de Malú Méndez Lavielle.
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