Un afortunado implemento de las carreteras del sur chileno
son las contenciones de las curvas hechas íntegramente de madera, con troncos
cortados longitudinalmente por la mitad y enfilados a lo largo de la curva.
Asimismo, las casetas de buses que en
ciertas comunas son verdaderas cabañitas, confortables y térmicas en invierno.
Al final del estero de Reloncaví, desde un acantilado en
caleta Puelche, es posible ver el mar abierto del seno de Reloncaví. En Contao (“Pueblo,
libre de hidroeléctricas”, dice en un puente) penetramos en una larga carretera
de tierra que atraviesa una suerte de península hacia Hornopirén, nuestro
siguiente destino. Domina un viento torrencial que estremece la tupida
vegetación y levanta el polvo de la terracería.
Hornopirén ("horno de nieve" en mapudungun) es un
hermoso pueblito luminoso y frío, muy amplio, rodeado de montañas nevadas
frente a un alargado golfo o estero con dos enormes islas que ocupan casi todo
su espacio: la isla de Los Ciervos y la isla Llancahue. Todo dentro del
territorio del Golfo de Ancud, que separa el continente de la isla de Chiloé.
Nos es imposible conseguir transporte marítimo hacia Chaitén, que era el plan
original. Ajuste al itinerario, nos quedamos en Hornopirén.
Para ir al centro desde la cabaña en la que nos alojamos
dentro de la ciudad, hay que atravesar el puente del Río Cuchildeo, caudaloso
aunque pequeño, donde lo que resalta es su limpieza. Y el color oscuro de su
agua que denota una bajísima temperatura.
Una planta de hortensias me recuerda a mi mamá, por cómo
hubiera disfrutado ella de su cuidada cursilería natural, al grado de parecer
un ramo de novia de metro y medio de alto y ancho. Claro, una novia gigante. En
la plaza, una escultura en un tocón de caoba de un metro de diámetro y unos dos
metros y medio de alto, muestra el rostro enorme de un chamán y en el otro
costado una familia mapuche. Aquí tenemos la primera visión de las enormes hojas
de nalca (después sabremos que su nombre es pangue), que son utilizadas para el
curanto, una suerte de barbacoa de hoyo con mariscos y carne, que por desgracia
no vemos por aquí. Lo que sí vemos es una planta salmonera con enormes
depósitos cubiertos por lonas negras y pulcras; en el estero veríamos también
instalaciones de las granjas salmoneras con bodegas flotantes.
“Cerrado por duelo”, dice un cartel en el centro
comunitario, un hermoso edificio completamente construido de madera, con altos
techos de duela y locales de artesanía y cafeterías. Me llama la atención un
anuncio que indica que el sábado anterior ocurrió un “Encuentro cannábico” con
charlas, comida, cocteles cannábicos y “free smoke”, 200 pesos la “adhesión”,
que explicaba en parte la cantidad de jóvenes de facha rastosa que pululaban
por el pueblo, seguramente “adheridos” a la idea de seguir la fiesta. También,
en otro poster, una “tertulia de boxeo”, llamativa la fragante palabra de
tertulia para un espectáculo de trancazos. Por radio mensajes con un lenguaje
ceremonioso y muy formal: “lo invitan a la celebración de la kermesse…”
Uno de los días penetramos una larga terracería para
visitar el camino que bordea el Parque Nacional Hornopirén, que inicia muy poco
después del pueblo con el sorprendente río Blanco, una corriente que no
desmerece su nombre al ser sus aguas blancas como si estuvieran combinadas con
leche en partes iguales.
El camino bordea el Canal Cholgo y cruza unos acantilados
con increíbles paisajes de los cerros y el mar del estero con sus dos grandes islas, hasta Caleta Cholgo,
donde existen enormes cultivos de balsas-jaulas y secciones de modernas casas para
los salmoneros. “Cholgo, lugar de cholgas”, aclara un modesto cartel. “Se vende
chicha”, dice otro, pero "no limoná", pensé yo recordando la canción de Víctor Jara. Las cholgas son una especie de mejillones. Otros moluscos,
llamados picorocos, crecen en las piedras, a las que colonizan en grupo hasta
que maduran y se independizan. Cuando tienen el tamaño de un huevo, son
hervidos y extraídos de su caparazón para consumirlos. La chicha, por su parte,
que nos recuerda aquella vieja canción de Víctor Jara (“usté no es ná, ni
chacha, ni limoná”), es una sidra.
Llegamos hasta Caleta Pichanco, frente a la isla de
Llancahue, un embarcadero solitario que es el fin del camino que recorre el
parque nacional. Eucaliptos aislados y, por supuesto, abejas, circundando los
impertérritos ulmos. Arrayanes con sus troncos café-rojizos recorridos por el
chucao, un pájaro de una palma de tamaño con un bello canto gorgojeante, que
además no vuela. Helechos, muchos helechos de todos tamaños. Y claro, moras, zarzamoras,
introducidas por los alemanes a principios del XX, es ahora una deliciosa plaga
que está en todos lados, de Santiago a la Patagonia.
Vamos de regreso, cansados, hambrientos, nostálgicos y
asoleados, escuchando rock inglés en silencio y observando los helechos
blanqueados por el polvo de la terracería. “Estos caminos los construye el
ejército chileno -me informa Frank-, pues no hay empresas privadas interesadas
en hacerlos”. En ese momento no me importa, lo que quiero es comer.
En Hornopirén vamos al mercado de comida del centro del
pueblo. Muy grande, decenas de puestos. Nos acomodamos en la fonda “El buen
amigo”, con un menú que contempla paila marina, un caldo con mejillones, piure,
ostras, ostiones y locos-, patache, congrito frío, curanto, pichangas y
merluza, además de cerdo y pollo.
Si hubiera que elegir un lugar favorito en este viaje muy
probablemente sería Hornopirén, donde estuvimos tres días deliciosos, apacibles
y fríos, paseando a las 12 de la noche por el malecón, con decenas de bandas de
jóvenes noctámbulos en perfecta armonía. Buenas noches, tíos. Sí, buenas noches.
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