El cielo chileno merece una mención especial que no es
posible constreñir a un párrafo elogioso. No es que me sorprenda a mí sino que
el cielo chileno ha sorprendido al mundo desde hace siglos, pero que con la
evolución de la astronomía, espectacular en las últimas décadas, ha supuesto a
ese cielo como la ventana terrestre al universo.
No es por otra cosa que Chile tiene una infraestructura
astronómica única en el mundo, desde ahí se van a descubrir los exoplanetas habitables,
se va a descubrir la vida del universo. Chile tiene ya los centros de
observación más grandes del planeta, pero en unos años más se hará de ahí la
mayor parte de la observación mundial.
En el desierto de Atacama existe una docena de
observatorios, el Paranal (VLT), el complejo astronómico más avanzado y activo
del planeta; ALMA, el mayor proyecto astronómico del mundo, y La Silla. Cuando
se termine de construir el Telescopio Europeo Extremadamente Grande en 2020, se
estima que Chile albergará el 70% de la infraestructura astronómica del mundo.
Por si fuera poco, tuvimos la impagable suerte de ser
acompañados en este viaje por un astrónomo aficionado: ni más ni menos que
Frank, nuestro anfitrión que, aunque abogado, en algún momento de su vida cursó
un competente diplomado de observación astronómica que le ha dado más
satisfacciones y admiradores que la abogacía, donde también tiene lo suyo. Como
sea, Frank ha sabido sacarle provecho a aquel lejano curso y observar el cielo
nocturno con él, copa de vino en mano e ignorancia supina como la mía, fue una
gran oportunidad y todo un placer. Gracias Frank.
Desde nuestra primera salida a la cordillera de la costa,
al tercer día, Frank nos ilustró sobre la famosa Cruz del Sur, cuatro estrellas
con la que los marineros de la antigüedad se orientaban mediante una sencilla
cuenta y hallaban la ubicación del polo sur celeste. Hay que contar tres veces
la medida del “palo” mayor de la cruz hacia la parte inferior, y en ese punto
se ubica el Polo Sur celeste, que en tiempos de GPS no tiene mucha utilidad,
pero que fue fundamental para los marineros de la antigüedad. Algo así.
En cada punto de nuestro viaje acudimos a la sabiduría de
Frank para que repitiera su numerito estelar (nunca mejor dicho) y volviera a
indicarnos la ubicación de la estrella Sirio, la más brillante; las
sorprendentes nubes de Magallanes (del tamaño de la Luna); las increíbles
pléyades que parecían estar ahí, al alcance de mi mano; la estrella Alfa
centauro; el cúmulo Omega Centauro y la nebulosa Eta Carinae. No tengo palabras
para expresar mi asombro ante tanta belleza y la suerte inaudita de estar ahí
con cielos despejados. Y con Frank, pues sin él hubiera sido solo estupefacción,
sin ciencia. Este fue el regalo más sorprendente de nuestro viaje, por
inesperado, un recuerdo inolvidable que tendré en cuenta hasta la hora de mi
muerte, cuando mis polvos esenciales vuelvan a reunirse con esa maravillosa
cosa universal y sea nuevamente parte de ella (hipótesis uno) o pase a formar
parte de la acumulación estelar (hipótesis dos).
Explicación de la hipótesis dos: siendo niño Emiliano, el
hijo menor de Cris y Frank, le preguntó a su madre.
- - Antes
de nacer ¿estaba muerto?
- - No -le
respondió Cris-, no existías aún.
- - Ah -reflexionó
Emiliano-, entonces estaba muerto.
No sé cómo, pero esta reflexión infantil me explicó una
antigua incógnita sobre la existencia. La tuve muy presente bajo el manto
universal de los cielos chilenos. Gracias Frank, por tus conocimientos; gracias
Cris, por darnos la oportunidad de conocer a Frank y lograr el viejo anhelo,
mutuo, de visitar tu extraordinario país, ya que tú conoces el nuestro mejor
que muchos mexicanos.
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