Margarita Guevara me contó esta historia
que he escuchado en media docena de versiones; cambian muy poco, pues todas se
refieren a esa dulce variedad de camote cocinado que en las dulcería de la 6
oriente adquieren un abanico de sabores, formas y colores tan encantadores como
su sabor. Esta es la leyenda.
Esta
es una historia que nos remite a un lugar cercano a Puebla en donde se
cultivaba –y se sigue cultivando- el camote, que puede ser Atlixco, Huaquechula,
San Pedro o San Andrés Cholula, en donde existía un pequeño convento campirano cuyas
monjitas fueron víctimas de una broma.
Una
novicia decidió hacerle una broma a su amiga, la monja de la cocina. Sobre uno
de los casos que aquella había dejado al fuego, la novicia echó unos camotes a
sabiendas de que se haría una pasta poco apetecible que además era muy difícil
de lavar; para complicar más la cosa, le echó una taza de azúcar que la
cocinera tenía preparada para la elaboración de un dulce, y claro, salió
corriendo.
La
monja cocinera regresó de su mandado y afortunadamente revisó el cazo que
recordaba haber dejado en la lumbre. Su sorpresa fue ver una pasta que, tras
revisarla minuciosamente, descubrió que se trataba de camote, una suave y
sabrosa masa de camote que envolvió en papel encerado para que se conservara
mejor.
De ese
hecho fortuito se inventó este emblemático dulce de los poblanos, poco a poco
se le fueron agregando ingredientes, sabores y colores. Hoy es “el” dulce
poblano, humilde y generoso como los poblanos. Ay, sí.
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