Crónica de un ligue es un concurso apócrifo donde presuntos
lectores de un blog escriben sobre un encuentro amoroso. Una colección de
amantes que ofrece al lector una visión multipolar sobre el mismo y antiguo asunto del amor.
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El primer beso
R.M.
Han pasado muchos años pero no olvidaré nunca la noche de
mi primer beso. Creo que a todos les pasa con su primer beso. Tenía trece años
cumplidos y ese día me lavé todos los dientes con particular entusiasmo. Mi
cita era en el cine y la promesa de recibir mi primer beso en la boca de parte
de una muchachita que no era ninguna novata, aunque un poco menor que yo. Pero
digamos que era una especie de besadora profesional, porque en su currículum
besatorio habían pasado algunas cosas en su vida. Por supuesto ese día no pensé
en ninguna de estas cosas, dadas las circunstancias no venían al caso. Me puse
la mejor loción de mi papá, de hecho podría decirse que me bañé en la loción de
mi papá, y llegué muy temprano a la entrada del cine donde Lencho ya me estaba
esperando.
Lencho era mi amigo del alma y quien se encargó de hacer
todo el papeleo para que yo recibiera mi primer beso. Claro que no hubo
papeleo, es un decir, pero digamos que los trámites necesarios: hablar con Liz,
que era el nombre de la muchachita, y hacer una cita esa tarde en la función de
cine popular, pues era miércoles. No éramos muy de ir al cine popular de los
miércoles cuando exhibían tres películas seguidas, no éramos muy de ese tipo de
cine, pero la ocasión lo ameritaba y yo le dije a Lencho que contara conmigo.
“No te rajes”, me retó. ¡Cómo crees!, le respondí, ya ofendido (por si algo
fallaba), pero la mera verdad estuve a punto de rajarme. No que tuviera miedo,
¡tenía pánico!
Pero llegué a la entrada del cine armado de valor muy
puntual y penetramos a la dulcería en donde esperaríamos la llegada de Liz.
Finalmente, más o menos a la hora pactada, llegó Liz, entró sola al cine y nos
vio como si fuéramos los grandes amigos. Este es Beto, le dijo Lencho; esta es
Liz, me dijo a mí. Liz era una muchachita muy pequeña de estatura con una
carita muy bonita de ojos grandes y rasgados y un cuerpo más bien infantil,
nada por aquí, nada por allá. Yo tampoco era Brad Pitt, qué va. Apenas más alto
que ella y, a mis trece, debo aceptarlo, cara de tonto, con una nariz demasiado
grande para mi cara demasiado pequeña y un corte de pelo militar que mi mamá me
obligaba a usar. Si agregamos alguna espinilla definitivamente no era un galán.
Nos dimos la mano y entramos a la sala. Lencho se acomodó disimuladamente estratégicamente
unos asientos detrás, para no meter ruido y para tenernos vigilados. Tendríamos
que contar hasta los segundos del beso. Intensidad, humedad, etc. Déjenme
decirles que Lencho era un besador profesional porque tenía su novia, Fabi, a
quien besó en una ocasión, sin pausa, durante treinta y cinco minutos. Atestiguado
por varios.
Liz y yo ocupamos unos asientos y comenzó para mí uno de
los eventos más tortuosos de mi vida. Los chicles entraban a mi boca, se
gastaban y salían disimuladamente para dejar entrar a otros nuevos. Traté de
tocar el brazo o la mano de Liz pero estaba verdaderamente interesada en las
películas, nos rosamos un rato los antebrazos. De vez en cuanto volteaba a ver
a Lencho, que me hacía ojos de “órale”; yo hacía como que ahora sí, pero no
ocurría nada. Fueron más de tres horas de tortura. Al final de la segunda
película, Liz, visiblemente desilusionada, dijo: “me tengo que ir”. Vamos, te
acompaño.
Salimos los tres a la oscuridad de la temprana noche, que
era fresca y agradable. Caminamos hacia el barrio de Santiago donde vivía Liz,
pasamos algunas calles oscuras platicando de las películas. En la esquina de la
15 sur Liz dijo que su casa estaba cerca. Lecho se rezagó despidiéndose de Liz.
“Aquí te espero, Beto”, me dijo a mí. Yo seguí con Liz, la calle era una cueva
de lobo, no había la más mínima luz. Yo hablaba y hablaba, porque siempre he
sido muy hablantín y además era un atado de nervios.
En un momento dado Liz se detuvo, me detuvo. También mi
corazón se detuvo. Todo se detuvo. Me tomó de la nuca y me acercó a su cara.
¡Me iba a besar!, concluí emocionado. Acerqué mis labios a los suyos, nuestras
narices chocaron suavemente como si fueran dos burbujas; nuestros labios
hicieron contacto, como dos naves espaciales. ¡Plash, plomb, plum…! Adentro de
su boca había dientes, también tenía una lengua, nada que me sorprendiera
completamente pero no estaba por demás comprobarlo empíricamente. ¡Qué alegría
más grande! “Houston, Houston, estamos acoplados.” Fue un beso largo, creo, en
todo caso completo. Compartimos nuestras salivas y ella parecía complacida con
sus ojos cerrados, su tibia temperatura, su sabor tutifruti. Mientras sucedía
el beso, yo quería que terminara rápido ya para ir corriendo a platicarle a
Lencho que esperaba a la vuelta de la esquina; ahora escucharía mi propia
versión de los beso.
El beso terminó por fin en un algún momento, más bien
pronto, pero eso no importaba. Por fin había ocurrido, tras una tortuosa
transición que ya se había tardado más de lo conveniente. Era, entre mis amigos
verdaderos, como Lencho, el único virgen
de boca… Claro, descontando a Martínez, al Pacho, Gus y Rafa que eran casos
perdidos de inadaptación humana, más vírgenes que yo, ¡pero qué importaban esos
idiotas! Con mi beso pasaba a formar parte de otra liga.
Nunca volví a ver a Liz, pero nunca la he podido olvidar.
Ilustración tomada de Mosaico de Retazos.
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