sábado, 13 de julio de 2019

Opus nigrum poblana



En 1910 México prepara la celebración del primer centenario de la Independencia nacional y la ciudad de Puebla no fue la excepción. Fastuosas y rutilantes fiestas eran la promesa de un gobierno muy desgastado por su longevidad para una ciudad que merecía mejor suerte. La Puebla cuatro veces centenaria que se debatía entre una marcada desigualdad social y un deterioro físico-ambiental que era combatido denodadamente por juntas de caridad y los incipientes mecanismos de los gobiernos de la ciudad, todos luchaban sin demasiado éxito contra las epidemias más variadas. La clase dominante, como siempre, mejor dotada para recibir el embate de las plagas, se quejaba de la inmundicia de los menesterosos, generalmente culpables de los brotes debido a la insalubridad de sus personas y sus viviendas, condición que finalmente cambiarían –con súbita violencia- las medidas sanitarias tomadas en el cabildo a partir de estas fechas. Concretamente, la implantación de un sistema de agua potable y alcantarillado para la ciudad de Puebla que fue terminado, justamente, para las fiestas del primer Centenario de la Independencia.


A la distancia de más de cien años se percibe cierta desesperanza social de aquellos poblanos que carecían casi de todo. Sufriendo embates sucesivos de pestes que azotaron durante siglos la ciudad, a veces con trágica gravedad, en ocasiones suaves, pasajeras, pero siempre presentes, como presente estaba la terrible desigualdad social que condenaba a las familias pobres a una indescriptible inmundicia. El olor era algo distintivo en algunos sitios de aquella ciudad, pero a principios del siglo XX –aunque nuestros ancestros no lo sabían–, la batalla contra la insalubridad se apuntaría sus primeras pequeñas victorias.

De acuerdo con los datos que nos legó don José de la Fuente en sus Efemérides sanitarias de la ciudad de Puebla, en 1837 se registra la última peste importante sobre la ciudad con centenares de muertos y una duración de trece años. Ante la ausencia de instrumentos político-administrativos, eran juntas de caridad las encargadas de enfrentar prácticamente inermes el perenne brote de epidemias. Se constreñían a acopiar el mayor número de frazadas, petates gordos y demás objetos necesarios para atender a los infectados, que eran instalados en lazaretos improvisados en los cuarteles alejados del centro; para las defunciones se habilitaban morgues en algunas iglesias, como la de San Xavier, donde se hacía la recepción y disposición de los cadáveres. Y se prohibió terminantemente que la gente cargara cadáveres en sus espaldas. Un estado de emergencia latente, que disparaba esos efímeros procedimientos en cuanto aparecían más de tres enfermos de sarampión, de tuberculosis pulmonar e intestinal, tifo, viruela, erisipela, disentería, difteria, escarlatina y cólera, los azotes más frecuentes en nuestro entorno, ya entrado el siglo XX.


Los pobres murieron en racimos, familias enteras eran fulminadas por el tifo que desfondaba sus desnutridas humanidades. Pero en ocasiones, como aquella de 1837, la peste agarró parejo entre la población. Vecinos conocidos, como la familia del licenciado Pablo Sierra, en la calle de Mesones, a quien el tifo le arrebató a su señora esposa y a su niño pequeño, lo infectó a él mismo, a su hija y a una pobre familiar que llegó para ayudarlos en su convalecencia. “Y como es muy posible que el contagio se extienda a los demás habitantes de la ciudad, sería conveniente adaptar precauciones para evitar su propagación”, alertaban al Ayuntamiento.1  

Se hizo imperativo que la policía vigilara la limpieza de las vecindades para evitar mayor propagación, pero las enfermedades no menguaban. La Junta de Caridad observa que en el cuartel Tercero se encuentran “64 enfermos de viruelas y 29 de fiebres”, la mitad están fuera de peligro, pero los graves “se encuentran diseminados por todo el cuartel”.2 

En aquella última gran peste que se abatió sobre la ciudad de Puebla de 1837 a 1850, el gobierno del estado dispuso que “la tercera parte de la contribución civil”, se destinaría a los gastos de asistencia a los pobres “que fueron atacados de la epidemia del cólera morbo en los pueblos del departamento”.3   


Desde 1850 no volvieron a reportarse cantidades masivas de muertos por las epidemias, aunque nunca dejaron de morirse por causa de alguna de ellas, que permanecían latentes en la población, aparecían por los calores del verano, afloraban con los fríos del invierno y estaban ahí. En la inmundicia de vecindades con centenares de familias hacinadas sin ninguna clase de servicios, con los niños desnudos jugando en el inmundo lodo de aquellas calles señaladas por inconfundibles arroyitos de mierda humana y de los caballos que circulaban diariamente por la ciudad.

El siglo XX comienza con una buena disposición de las autoridades locales para arreglar algunos detalles de la salud. Las vacunas fueron aplicadas masivamente desde 1897 y se esperaban grandes resultados, pero con reservas, pues apenas un año antes había aflorado un “número alarmante” de infectados de tifo con decenas de víctimas. Sin embargo, una ola modernizadora despuntaba con el nuevo siglo en las principales ciudades de la República, que recibieron antes o después la influencia reformadora de la Ciudad de México. Puebla fue una de las primeras. Reglamentos y prohibiciones son dispuestos por el Ayuntamiento para paliar las epidemias. 



Era urgente modificar ciertas costumbres sociales y comerciales arraigadas desde los primeros años de la colonia entre los habitantes de la ciudad, aquellos ancestros que atendían puestos de mole de panza o barbacoa; panaderos, carniceros, artesanos de la madera, el vidrio o el metal, que frecuentemente obviaban las más elementales medidas contra la contaminación del agua, del aire, del ruido. Se tuvieron que prohibir las carnicerías en las plazas públicas, obligar a la desinfección de instrumentos de médicos dentistas, la construcción de atarjeas; hubo que crear nuevos reglamentos de fondas y figones, exigir mingitorios en los mercados, ordenar costumbres para los sepulcros, todo lo que las autoridades tuvieran que hacer para evitar las constantes epidemias que azotaron a la ciudad desde el siglo XVI, con periodicidad alarmante.


El 11 de enero de 1905 son analizadas muestras de agua de la caja repartidora, denominada Caja Blanca, en la que fueron encontrados Bacillus Celli típico, muy virulento, que la hacían de muy mala calidad, pues contenían 32,375 bacterias por centímetro cúbico.4 Y este fue el avance científico más importante para las autoridades del Ayuntamiento, el tener la certeza de que era el agua el vehículo natural de las enfermedades. Por esta razón, desde 1905 se buscó solucionar “el grave problema de la contaminación de las fuentes acuíferas”, para lo que se lanzaron sendas convocatorias para remediar esa grave carencia de infraestructura de la capital estatal. El 20 de diciembre de 1904 se había concluido que todas las muestras de agua examinadas resultaron impropias para la alimentación, distinguiéndose como la más mala la número 3, procedente de un caño de mampostería que tenía una solución de continuidad descubierta y que pasaba cerca de algunas cloacas.5


Y no podía ser de otra manera, si en abril de 1905 se informa que en las calles del Marqués hay como cien accesorias que carecen de agua y de excusados, y como consecuencia natural de tal falta, las familias que las ocupan han convertido las calles, boca-calles anexas y orilla de la plazuela de San José en inmundos excusados.6  

Para el mes de octubre se expide una iniciativa para la lucha contra la tuberculosis “tan diseminada en la ciudad”, ya que los tuberculosos que con frecuencia cambian de domicilio infectan todas las casas que ocupan, “lo que hace que el mal cunda de una manera rápida y segura, a semejanza de un incendio”.7 Se hace obligatorio a los médicos denuncien casas con enfermos peligrosos, para que sean puestos bajo vigilancia de la autoridad. El 20 de noviembre de 1907 se desarrolla una epidemia de viruelas en las Fábricas del Mayorazgo, Amatlán y otras del rumbo. La autoridad exige evitar que por ningún motivo los enfermos penetren a la ciudad. Obliga a los propietarios a construir un lazareto en cada fábrica para la atención de los infectados y el compromiso de atender de principio a fin a sus obreros.



Al año siguiente se determina un plan irrestricto de vacunación permanente con una oficina municipal de vacunas, se elabora una ley sobre vacunación obligatoria y se manda imprimir su contenido para que fuera colocado en el Registro Civil, el arzobispado, farmacias, escuelas, templos, mercados, fábricas, talleres y en los domicilios de los inspectores de cada sección municipal, obligando a los inspectores a llevar un registro con los datos básicos de los vacunados, de los enfermos y de los muertos.

El inspector debía investigar, detectar y denunciar las casas en donde se hallara algún enfermo de tifoidea o cólera, y a través de Salubridad proceder al aislamiento, así como la desinfección de sus viviendas, que en ocasiones pagaban, no sin protestas, los dueños de las vecindades. Por unos siete meses se decreta la desinfección gratuita de viviendas, pero en octubre de 1910 se suspende la gratuidad, pues no se obtuvo un “resultado benéfico”, ya que muchos propietarios querían el beneficio y no eran gente “notoriamente pobre”.8  
El nuevo siglo les permite tener acceso a una visión científica que prometía soluciones mediante la aplicación de normas e infraestructura para los binomios higiene-salud; agua-salud, y un nuevo escenario para la autoridad: vigilancia-salud.



El Ayuntamiento de Puebla establece un Reglamento municipal de comestibles y bebidas, aprobado el 19 de enero de 1910, que sustituía al último del 10 de junio de 1886. La autoridad tenía que cuidar el estado de salubridad en los expendios de productos de la canasta básica que consumía la gente. Hubo que prohibir terminantemente la venta de productos “en descomposición pútrida”, agrios, picados, rancios o si ha sufrido alguna alteración en su olor, sabor o poder nutritivo.

La ciudad consumía en proporciones importantes carne, manteca, leche y sus derivados; harinas, pan, tortillas, café, chocolate, pescado seco, semillas y vegetales. El reglamento prohíbe vender, cambiar o regalar carne de animales enfermos y se exige a los comercios mantener sus instalaciones higiénicas. Dice el artículo 15 del reglamento de comercio de 1910: “Los panaderos y bizcocheros se abstendrán de elaborar las harinas que estén agusanadas, manchadas de negro, violeta o rojo, y las que tengan olor pútrido o de moho, así como mantecas adulteradas y levaduras alteradas”. Las neverías y expendios de refrescos “no podrán usar hielo que no sea transparente”.9


Aunque en abril de 1910 se informó que la lepra ya no era una enfermedad endémica en la ciudad de Puebla, se detectaron tres casos en Zambrano, Sapos y Parral, respectivamente, “en las que viven leprosos que transitan por las calles” y solicitaron su aislamiento. En mayo de ese año la comisión de salubridad hizo circular cuatro mil ejemplares de “instrucciones sobre sarampión”, cuya propagación se observaba en “todos los ámbitos de la ciudad”, de acuerdo con don José de la Fuente en sus Efemérides Sanitarias. Se distribuyó entre profesores de escuelas oficiales y particulares para que los hicieran llegar a las familias; también se les dio a las madres que concurrían a las oficinas del Ayuntamiento, a quienes visitaban las cárceles municipales y a todo aquel que lo pidió en el flamante Palacio Municipal, recientemente inaugurado. Se comisionó a un estudiante de medicina para que recorriera y detectara casos de sarampión, para el registro de aquellas casas en donde hallase fallecimientos, así como instruir a las familias “carentes de auxilios médicos” sobre las maneras de atender y cuidar a sus enfermos.

El brote epidémico en El Alto se debió a la tubería de los manantiales donde había un receptáculo que era un “verdadero fango”, obligando a la empresa a entubar el agua de los manantiales de la Cieneguilla, hasta el depósito de arena de donde se reparte a las cañerías de la ciudad.10 Era inminente que el agua de los manantiales de Cieneguilla y de Rementería se entubara hasta los tanques de los cerros de Guadalupe y Loreto, y para eso había que hacer grandes obras, a un costo de unos cinco millones de pesos, que era un dineral.



Hacia el primer lustro del siglo XX la ciudad era abastecida de agua por La Cieneguilla y La Caja Blanca, además de una cantidad menor proveniente de El Alto y el Barrio de la Luz. La Cieneguilla era la mayor fuente con sus ocho pozos, pues abastecía más de la mitad; luego seguía la Caja Blanca con un poco más del 10%; La Luz con algo así como el 8 % y finalmente El Alto, con apenas un 4 %, más o menos.11 En total 94.3 litros por segundo, que cada 24 horas significaban poco más de 8 millones de litros de agua para unas 93,521 personas que habitaban las cuatro mil casas registradas de la ciudad.12

Con esa fuerte inversión el Ayuntamiento no esperaba menos que “agua pura y abundante subiendo espontáneamente a los pisos más elevados, alejamiento y supresión de todas las causas de insalubridad, que se resumen en inmundicias en estado líquido, sólido y gaseoso; para lo que se necesita un drenaje perfecto, pavimentación impermeable y fácil de limpiar, un buen sistema de regado y barrido, hornos de cremación y estufas de desinfección’’, por lo que aprueba el gasto hasta de cinco millones de pesos para esas mejoras.13

Las obras se inician y pronto dan sus primeros frutos: el 28 de noviembre de 1907 se entregan los primeros cinco tramos de drenaje. Los puentes de Ovando, San Roque y Del Toro fueron dotados de atarjeas de 80 centímetros de diámetro. Serían tres años más de hoyos y continuos movimientos de tierra y tubos, pero ¿qué eran tres años frente a los tres siglos que llevábamos inundados en basura, lodo y excrementos?


La promesa coincidía con el festejo del primer centenario de la Independencia de México, en 1910, cuando la ciudad de Puebla por fin contara con hasta cinco fuentes de abastecimiento ordenado e higiénico de agua para consumo doméstico e industrial: se entubarían nueve pozos en la Cieneguilla y los manantiales de La Trinidad, de San Antonio, de Rementería y San Francisco.14

El urbanista Carlos Montero Pantoja lo apreció así: “El proceso de urbanización como lo vemos hoy sucede en esta fase. Como ahora, entonces el ayuntamiento no tenía recursos, se endeudó con recursos en donde pudo, pues no había bancos destinados para la obra pública. Los que había eran más para apoyar a la agricultura y otras cosas. Los bancos que apoyan la inversión inmobiliaria tardarían muchos años más. Entonces este fenómeno que relaciona lo social con lo urbanístico es importante, porque hay pensamientos que se ven reflejados en proyectos que benefician a ciudadanos, como las obras del agua y el alcantarillado”.


Citas:

Del 1 al 17) José M. de la Fuente, Efemérides Sanitarias, Talleres de imprenta y encuadernación de “El escritorio”, calle Zaragoza 8, Puebla, 1910, p. 126 
18) Censos de población y vivienda, INEGI, citados en Puebla, urbanización y políticas urbanas, de Patrice Melé, BUAP, UAM Azcapotzalco, 1994
19) José M. de la Fuente, Efemérides Sanitarias, Talleres de imprenta y encuadernación de “El escritorio”, calle Zaragoza 8, Puebla, 1910, p. 163
20) Ibid, p. 187

Capítulo de mi libro Cien años de recuerdos poblanos, BUAP, 2011.
Todas las fotografías de la ciudad de Puebla

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