Siempre que se muere alguien con inmensos saberes me pregunto por la extraña cesación de esos saberes, que, por mucho que hayan quedado plasmados en tinta, desaparecen con la persona que los fue acumulando a lo largo de toda una vida.
La idea me causa tanta desazón
como la desaparición de los recuerdos de cada individuo, que, sean anodinos o relevantes,
espectaculares o vulgares, son suyos, y como tales únicos y unívocos.
Haberlos contado en memorias
o en diarios o en una autobiografía no sirve de mucho desde mi punto de vista,
porque los recuerdos ajenos, por sobresalientes que sean, suelen dejar
indiferentes a los lectores de hoy. Nadie es capaz de apreciar nuestros
recuerdos como nosotros mismos: lo que para nosotros tiene un sentido o es
relevante, o nos conmueve de manera inexplicable, suele dejar frío al resto de
la humanidad, que, en el mejor de los casos, lo escucha o lo lee con una
combinación de impaciencia e intermitente merodeo.
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