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Cien años

 La estación de ferrocarril de Cd. Cuauhtémoc, Chihuahua, tiene un agradable boulevard peatonal con grandes macetones y bancas donde pasan las tardes habitantes de esa parte de la ciudad, rancheros, menonitas y tarahumaras que llegan a esta zona de bodegas a realizar negociaciones o simplemente a recolectar un poco de maíz. Hay tiendas agrícolas, ferreteras y refaccionarias. No es nada del otro mundo, pero así, limpio y ordenado, es otro panorama al que los nativos del pueblo conocimos y desde luego al que Antonio Noyola vio al llegar a Cuauhtémoc en 1947, cuando “las vías” eran el hogar de decenas de familias menesterosas que ocupaban furgones abandonados del ferrocarril, zona de crímenes y prostitución, basura y abandono que fue una de sus grandes preocupaciones en los siguientes cuarenta años, cuando fue posible su transformación gracias al empeño e insistencia de Antonio por municipalizar el derecho de vía y hacer de ese lugar lo que ahora es. No buscó el más mínimo crédito para sí mismo en la maniobra, solo convenció al Ayuntamiento de la necesidad y la urgencia de hacerlo. No ganó ni un centavo puesto que nunca poseyó terrenos en la zona, rentó algún local o tuvo influencia sobre propiedad alguna en ese lugar. Su única motivación era mejorar el aspecto de ese importante paso del ferrocarril Chihuahua al Pacífico, a tres cuadras del centro, para que los viajeros no fueran testigos de ese tremendo abandono, para que se abriera, como ocurrió, un foco comercial que traería beneficios indudables, como también ocurrió, y sencillamente para que se viera bien, para mejorar a la comunidad. 

Esta anécdota muy ilustrativa de la personalidad de Antonio Noyola lo pinta de cuerpo entero en su trabajo social por la comunidad. Era un hombre de ideas, de sorpresas. Como cuando fue regidor del Ayuntamiento (1973-77) tuvo la idea y posteriormente la comisión para edificar una gran escultura de bronce con la figura del último rey de los mexicas, para lo cual fue menester viajar a la ciudad de México, contratar un artista, estudiar sus propuestas y coordinar su elaboración y entrega. Hoy es la única estatua de bronce de la ciudad y recibe a los visitantes que llegan de la capital del estado.

 


Como telegrafista, Antonio Noyola Cerda fue, de 1947 a 1987, administrador de la oficina local. Su preocupación de servicio fue consistente y sostenida, abrió a las nueve de la mañana, y tras la pausa del mediodía, cerró a las siete de la noche todos los días de esos cuarenta años en los que además logró una obra social que ahora recordamos y reconocemos, ante la incomprensión e indiferencia que este tipo de héroes populares tienen de frente la política, a los puestos públicos de los políticos, a las carreras políticas mexicanas que en tan mala condición han arribado al tercer milenio en medio de un creciente desprestigio por su ineficacia, su corrupción y su insensibilidad social. Los políticos anónimos como don Antonio parten de un interés invertido. Primero su sentido social: la tarea, nunca la búsqueda del puesto con la promesa de obras peregrinas. Y esa es su gran virtud como telegrafista, porque supo combinar su condición de técnico de comunicaciones, en la compleja clave Morse, y aprovechar su puesto que lo relacionaba literalmente con toda la población para cambiar cosas que con el tiempo fueron configurando la importante ciudad en que se convirtió Cuauhtémoc, Chihuahua.

Su obra social la hizo en su territorio de la burocracia federal, donde hizo su trabajo político-social y brevemente en el Ayuntamiento de la ciudad, en acciones que sorprendieron a propios y extraños por su alcance de miras, su insoslayable utilidad y en muchos casos la extravagancia administrativa con que fueron llevados a cabo, pues fueron muchos los casos en que grandes obras estuvieron enteramente depositadas únicamente en su honorabilidad, en su rectitud, en la creciente confianza que sus compañeros burócratas federales le otorgaron sin reserva, para que tramitara en su nombre créditos financieros, hipotecarios, jubilaciones y decesos, que en la mayoría de los casos fueron la tabla de salvación de viudas e hijos de empleados federales que no estaban en condiciones de imbuirse en la maraña burocrática en la que don Antonio se convirtió en un experto. Lo interesante es que a esos centenares de solicitantes nunca les cobró un centavo. Con un don de gentes innato, negoció, viajó y discutió con quien fue necesario para llevar los servicios médicos del Issste a la comunidad en los años sesenta; compró terrenos e hizo una larga y complicada negociación para forzar al Fovissste a construir la Unidad habitacional Cuitláhuac en la colonia del burócrata, e hizo lo propio al adquirir un terreno con el dinero de centenares de compañeros para convencer al Issste de instalar una Tienda de autoservicio para los agremiados de este instituto,  que benefició a centenares de burócratas regionales –maestros federales incluidos– y los sigue beneficiando. Su trabajo gremial lo culminó al conseguir, como Secretario General del Sindicato de Jubilados y Pensionados de la FTSE en Chihuahua, la donación por parte del gobierno del Estado de una digna sede para reuniones y esparcimiento de sus compañeros en una colonia de la capital del Estado, que representó su última obra para el bien social.

 


Algunos rasgos de su vida

Antonio Noyola Cerda nació en Río Grande, Zacatecas, el 24 de Julio de 1924, hijo del comerciante de pinturas Donato Noyola Ugarte y de la comerciante en perfumería, Evelina Cerda Cedillo. De niño fue violinista de la iglesia local, llegando a ser el tercer violín del coro. A los 14 años ingresa al servicio telegráfico y estudia en Fresnillo con su tía María, telegrafista, administradora de esa localidad, quien también le había dado sus primeras lecciones de violín. Los siguientes años de su vida los usa para volverse telegrafista Morse y ser enviado a diversos sitios de la república en calidad de telegrafista visitador. Así viajó por una buena parte del país, con largas temporadas en Mazatlán, Torreón, Ojinaga, Cd. Juárez, hasta que en 1946 fue adscrito a la administración de la joven y polvorienta comunidad de Cuauhtémoc, Chihuahua, a quien dedicaría los mejores esfuerzos de su vida.

 


En 1949 se casa con Aída Rocha Bustamante, que en los siguientes 15 años le dará cinco hijos: Antonio, Jaime René, Aída Evelina, Leopoldo y Alejandro. Para poder solventar los gastos de su creciente familia, Antonio mostró las dotes de comerciante que llevaba en la sangre, dedicándose a todo tipo de vendimias entre las que destacan, por su prolongada continuidad, la ropa masculina y unos murales que descubrió en El Paso, Texas, y a los que implementó una luz trasera que permitía admirarlos de noche. Pero compraba, vendía e intercambiaba todo tipo de objetos, muchos de los cuales fueron a parar en manos del fontanero, el electricista o el carpintero que hicieron algún arreglo en muebles y aparatos del domicilio familiar. También tuvo una agencia de la Lotería Nacional, la agencia local de periódicos de la capital, una lonchería, “El Canario”, un local con futbolitos y fue administrador del salón de baile de su apreciada suegra, en pleno centro de la comunidad.

Sin embargo, la política social fue el verdadero motor en la vida de Antonio Noyola Cerda, por la que no escatimó tiempo ni esfuerzo para afrontar responsabilidades, generalmente sin paga, que le eran solicitadas por su prestigio en la comunidad como hombre de bien. Así, desde 1952 fue presidente de la Delegación de Vigilancia de la Secretaría de Economía; en 1956 regidor suplente del Ayuntamiento local, secretario de la sociedad de padres de la escuela Niños Héroes; tesorero y presidente de la sociedad de padres y maestros de la secundaria Justo Sierra; secretario general del comité regional de la FTSE en 1965; coordinador de comunicaciones del Centro de estudios políticos, económicos y sociales del PRI; asesor de estudios y obras de infraestructura del CEPES zonal; tesorero de la Cruz Roja local y regidor propietario del Ayuntamiento encabezado por el profesor Manuel Martínez Jurado entre 1974-1977. Una vez jubilado, tras cuarenta años de servicios a los telégrafos nacionales, don Antonio fue Secretario General del Sindicato de Jubilados y Pensionados de Cuauhtémoc, y tras ubicar su domicilio en la capital de la entidad, secretario general del propio sindicato en el estado de Chihuahua.

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Me despedí de mi padre unos quince días antes de que muriera, pues tenía que regresar a Puebla. La noche previa estuve con él en el hospital del Issste de la ciudad de Chihuahua, una clínica que lucía flamante en mi niñez y que visité con regularidad a propósito de mis muchos accidentes, y que ahora era la viva imagen de la decadencia. Mi papá estaba en un sucio cuarto con otros tres ancianos agonizantes y sus respectivos parientes. Ninguno hablaba ya por lo avanzado de sus enfermedades y un silencio incómodo y viciado reinaba en el recinto. Unas cortinas amarillas bastante percudidas entre cama y cama ofrecían una irónica privacidad. Llevaba una novela de Piliph Roth que extrañamente iniciaba con la larga agonía del padre del protagonista y la estuve leyendo hasta que apagaron la luz. Mi vecino de al lado puso una colchoneta debajo de la cama de su padre y se durmió a pierna suelta.

Yo me senté a un lado de la cama. La silla estaba rota y la enfermera me había instruido para deshacerme de los orines en un cuartito de miasmas que avergonzaría al mismísimo apando de Lecumberri. La noche no pintaba bien.

Como los enfermos ya no podían comunicarse era muy poca la interacción entre los enfermos y los sanos. A las tres de la mañana agarré un sueñito sobre mis brazos en la cama cuando fui despertado violentamente de un manotazo. Me incorporé de inmediato y le pregunté qué quería; mi papá era incapaz ya hasta de mover la cabeza. Tenía aire para hablar y emitía sonidos, pero sus cuerdas vocales habían colapsado con el cáncer, la garganta se cerraba inexorablemente. Supongo que terminó por asfixiarlo. Al día siguiente, al despedirme de él para volver a Puebla, transmitió sobre mi mano un mensaje en código Morse: “cuiden a su madre”, me gustaría pensar que dijo, sus ojos expresivos me transmitieron eso; sus dedos telegráficos, ni idea. Murió de cáncer unos días después el 16 de diciembre de 2002 en Chihuahua, Chih., a los 78 años de edad. Pero hoy, a 22 años de su muerte, cumpliría 100 años. Felicidades, papá.



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