La
primera noción que tuve sobre lo estereofónico ocurrió en los años sesenta. Surgió
de un aparato Panasonic que mi papá trajo del El Paso, Texas. Rápidamente
pudimos apreciar sus atributos, pues en tanto oíamos en la bocina izquierda una
sección de la música, en la derecha escuchábamos otra parte. El estéreo había
llegado a nuestras vidas. Nunca pasó por mi cabeza que las cualidades bipolares
del equipo la tenían también todos los seres humanos y los animales, excepto
los sordos, como yo.
No
quiero ser dramático. Era –y sigo siéndolo y seré– sordo de mi oído derecho, anomalía
que pudimos detectar desde temprana edad, incluso mereció una consulta con el
especialista de la capital estatal que supuestamente me lo “destapó” desde la
nariz; en realidad no representaba un defecto que me incapacitase en ningún
sentido. Y así pasé la vida, las décadas transcurrieron sin sobresaltos en
materia de audición. En mi lado derecho era “duro de oído”, pronto nos
habituamos a que había que lanzarme las voces a mi lado izquierdo, de agudeza
notable.
Siempre
me acompañó un tinnitus o acúfeno o zumbido idiopático, nombres que desde luego
conocí después, sonidos que en un principio yo imaginaba fuera de mí. En las
noches, muy niño, escuchaba los golpes en una lámina que hacían los mecánicos
del taller de Juan el Oso, frente a nuestra casa, golpeaban una lámina con
algún fierro. “Pon pon pon”, sonaba. Cuando se lo conté a mi mamá, que dormía
en una habitación adyacente, me explicó que nadie estaría dispuesto a trabajar
en la madrugada, un argumento de lo más terrenal que me hizo comprender que el
ruido que escuchaba nítidamente en las noches estaba, en realidad, dentro de mí.
Seguí
vegetando mi vida como si no fuera sordo, fuera de mi familia nadie imaginaba esa
estrechez. Me las arreglé en las escuelas y los empleos; disfruté de la música,
del cine y la conversación: monoauralmente. En clase y en las conferencias elijo
sentarme en los asientos delanteros. Mi eficiente oído izquierdo se encargó de
mantener a raya a la presunta sordera que por mi parte manipulé en mi provecho.
Por ejemplo, en las noches ruidosas basta con que me acueste sobre mi oído
“bueno” para penetrar en un silencio arrullador de mi acúfeno interior; pero,
de mi vecino ruidoso, ni un indicio. Por otra parte, mi sordera parcial me
permitió aprender a abstraerme durante mis labores, de modo que en mi largo
periplo por la burocracia fui capaz de concentrarme interiormente rodeado de
una multitud de secretarias, máquinas y empleados, sin el menor reclamo. Tal
vez habré sido un sordo feliz.
Cuando
cumplí sesenta años –hace ya siete– el oído izquierdo comenzó a dar de qué
hablar. A mi alrededor comenzó a circular la especie de que quizás era sordo.
Es cierto, ya no escuchaba bien, y hacer cualquier trámite en el que me llamen
por mi nombre para pasar a la ventanilla se convirtió en un suplicio. Nunca
perdí el trámite, pero sufrí mucho estrés por la inseguridad de quizás podría no
escuchar mi nombre. Tras la sexta década el deterioro era palpable, pero, como
comprenderán todos los sexagenarios, ningún malestar es único a esa edad, tu
cuerpo comienza a inflamarse y agitarse en diversas partes y es menester acudir
a la hasta entonces desdeñada atención médica, prácticamente omisa toda mi vida,
que ahora pasa a ser un asunto sistemático. En ese conjunto de síntomas, fue
menester atender el oído derecho, convertirme en “sordito” oficial,
discapacitado y todos los estigmas que pueda uno acarrear por la portación de
un ostensible, aunque discreto, aparato colgado de tu oído.
Esto
ocurrió hace una semana; de hecho, estoy en la etapa de pruebas con un primer
nivel –de cuatro–, que hay que transitar para cantar victoria. Previamente me
hicieron estudios poco comprensibles para un neófito como yo, pero fui capaz de
entender que la lesión de mi oído derecho representa una pérdida del 70 por
ciento de la audición. ¡Nadie aprueba con un tres de calificación! ¿Cuánta es
mi sordera? Para que me comprendan, baste decir que soy incapaz de escuchar con
el oído derecho un mosquito rondándome la oreja. ¡Y el piquete desde luego lo
siento!
Entonces,
mi conclusión es que he tenido toda la vida un universo sonoro monoaural. Y la
primera experiencia musical con mi nuevo audífono fue una vivencia
extrasensorial, hablando de algo tan común como el oído; programé un concierto
sinfónico en You Tube y obtuve, como suponía, una experiencia de doble torrente
de música penetrando por los dos oídos.
Percibí
por primera vez en mi vida que mi sentido auditivo se alimentaba por dos
canales auditivos y no solo por uno; sentí como si el lado derecho de mi cráneo
se iluminara, el sonido derramándose por mi cabeza como una cascada invertida,
que concatenaba armoniosamente con el sagaz oído izquierdo. El reforzado oído
derecho, sordo de hábito, se inundaba de ruido y por primera vez me permitió disfrutar
del sonido estéreo. Creo. La música irradió la parte derecha de mi cráneo que
había vivido su vida en la oscuridad auditiva. Una nada solo distintiva por el
acúfeno inseparable que persigue su final imposible. O claudicante.
2
No
volví a quitarme el audífono al menos durante unas doce horas diarias. Hoy, sin
embargo, día feriado, no me lo he puesto porque no se le ve necesidad a traerlo
de cualquier manera. He concluido en que es una prótesis social, si estoy solo
no la necesito, puede ser estorbosa y de plano no se lleva con los audífonos de
diadema con los que trabajo. A cierto volumen es posible usarlos, pero la
presión del audífono sobre la oreja y de esta sobre el aparato del audífono montado
en la parte superior de la oreja no es cómodo, de modo que debo usarlo cuando
voy a la oficina o a una reunión y en cualquier sitio en donde sea necesario
oír bien para entender de qué se trata.
En
este momento escucho música (sin audífono), mi sordera no es perceptible más
que en los silencios, una música a un volumen relativamente alto da la
impresión de entrar por los dos oídos (el 30 % de audición dando de sí); quiero
decir que la percepción de la música en mi vida ha sido suficientemente buena,
disfruto en la medida de los posible el placer de escuchar la gran música que
en tan buena disponibilidad podemos disfrutarla en You Tube. La monoauralidad
no es tan mala a final de cuentas.
3
Lo
más inquietante de toda esta experiencia ha sido una sensación de sordera en mi
oído “bueno”, que es el izquierdo, cuando uso el audífono en el derecho. Oigo
con el dispositivo por la derecha y la izquierda se achica, se autoengaña para
hacerte creer que no escucha. Escucho a las personas pero no les entiendo, hay
ciertas consonantes que de plano no escucho; esto ha ocurrido con o sin audífono,
que todavía está en prueba; me aumentarán de nivel el 21 de noviembre, luego a
un cuarto nivel, que es el objetivo a conseguir. Creo que escucharé muy bien
para entonces, pero como que he tenido que aprender a interpretar el sonido,
que es convincente en cuanto a volumen de audición, pero no deja de haber algo
metálico en ello. Microfónico.
4
Han
pasado cuatro meses de haberme sido implantada la prótesis auditiva, ayer tuve
mi cuarto y último ajuste de volumen, fue subido al cuarto nivel, el máximo, y
es ahora cuando el audífono tendrá que mostrar todo su potencial; el oído
izquierdo, “el bueno”, ha mejorado su comportamiento y comienza a “compartir”
la audición con el derecho. No acabo de escuchar correctamente las palabras de
la gente, hay una pérdida de contornos en ciertas consonantes que me impide
entender cabalmente lo que se me dice. Nada grave, pero sí sintomático.
Mi
conclusión es desangelada, anticlimática. No puedo quejarme de escuchar mejor,
pero tampoco puedo correr desaforado por la cancha como un delantero que por
fin ha metido un gol. No acabo de entender las ventajas que mi nueva audición me
está otorgando, escucho muchos ruidos indeseables o superfluos que nunca había
tomado en cuenta. El refrigerador, los chorros de líquidos, el tráfico en la
calle, taladran mis oídos con innecesaria fidelidad; el perro del vecino o el
lejano avión que surca el cielo a grandes alturas. Nada de eso escuchaba en mi
sordera y me pregunto las ventajas objetivas de escucharlo ahora. Me disculpo por mi desmesurado entusiasmo cuando describí el torrente
estereofónico entrar a mi cabeza como cascadas de sonido difuminada en la
corteza cerebral. No es que la metáfora sea totalmente falsa, pero sí diligentemente
literaria. “Los poetas mienten demasiado”, razonó Nietzsche, y en este caso
tendría razón.
Comentarios
Publicar un comentario