Yo estaba sentado en un sillón frente a las cámaras de televisión. Era un estudio, un set de televisión y la señora con el rostro enrojecido de furia era Laura de América, la conductora peruana de talk shows que insulta y hace pelear a golpes a la gente. Por supuesto estaba nervioso. A mi lado Mary, mi esposa, fumaba apaciblemente. El sitio era ruidoso pero la voz de Laura de América sobresalió del conjunto para dirigirse a mí: ¿por qué te gusta lavar los trastes en tu casa? La pregunta me sorprendió ¿cómo lo sabía ella? El asunto de los trastes en casa era un problema doméstico, que si bien era cotidiano, no entraba en el terreno de los conflictos humanos, al menos en la casa. Pero la mirada apacible de Mary, que esperaba una respuesta sensata de mi parte, me animó a responderle a Laura de América: - Me gusta que esté limpio el fregadero –. –Pero qué decís –me ladró Laura- ¿sos acaso mandilón. “¿Mandilón?” repetí sorprendido. - A ti te gusta lavar los trastes, hacés tu cama, planchás la ropa de las niñas, incluso de tu esposa; lavás tu ropa, la tendés; hacés los desayunos, las cenas, vas al súper, pagás las cuentas en el banco y encima llevás toda la pasta para la manutención de la casa. Y todavía decís que no eres mandilón ¡qué cinismo de individuo! Sorprendido por el amplio conocimiento de Laura de América sobre mi vida íntima, acallado por una turba belicosa que me gritaba desde la tribuna, el asunto empeoró cuando ingresó al estudio Andrés García, el actor. “Claro –me dije en un exceso de lógica-, estamos en la televisión”. Pero Andrés no esbozaba su agradable y famosa sonrisita, sino que parecía furioso conmigo y era detenido por unos fortachones para evitar que se me fuera encima a golpes. “Por hombres como tú está el mundo como está”, gritaba desaforado. La gente le pedía que me golpeara y algunos gritaban “mátalo, Andrés”, “hazlo pedazos”.
El mosco de la media noche me sacó de ese sueño tortuoso, pero el rostro enjuto de Laura de América apareció detrás de la cortina y ahora me dijo casi con dulzura:
– Tu esposa dice que lo único que te falta es ponerte un delantal ¿por qué no usás delantal para los quehaceres de tu casa, papacito?
– Un delantal rosa de olanes plisados le vendría bien -se burló Andrés García. -----Nunca se me había ocurrido que podría usar un delantal.
– “Pongámosle un delantal”, grito alguien.
– Vamos a ponérselo -instó Andrés con maliciosa sonrisita.
Nunca he necesitado delantal, aunque es cierto que a veces me mojo la camisa lavando los trastes ¿qué importancia tiene?, decía a mis adentros. El rostro convencido e inocente de Mary me obligó a reflexionar que estaba ahí por una razón. Le habrían pagado una gran cantidad de dinero por venir a exhibir nuestra vida, y ahora yo era –siempre yo- quien debía dar la cara para explicar las cuestiones de la ciencia social. Para eso soy el conferencista, el catedrático, el escritor. Claro. Pero el dinero es importante en estos momentos y tampoco puedo tener una actitud retrógrada. Trato de concentrarme en el rostro de Laura para entender sus preguntas, pero la cara sonriente de Andrés aparecía para burlarse una y otra vez de mí. “Se está burlando de mí”, me sentí francamente ofendido. Esto requería de una acción rápida y discursiva: “No espero que me comprendan, Andrés, Laura, no hago las cosas que hago para probar nada a nadie, es un asunto de sobrevivencia. El grado de calidad de vida al que aspires tener, seas rico o seas pobre. Tampoco temo que personas como ustedes me consideren mandilón”.
Todo lo que me hubiera gustado decirle a Laura de América, pero los tiempos de la televisión nos permitían apenas breves intervenciones. Me hubiera gustado decir algo sobre la limpieza, que es un asunto que raya con la filosofía. Me parece que mi caso es el de muchos hombres, feminizados por su inteligencia al reconocer que el trabajo doméstico no es un asunto de género, sino de los seres humanos. Y aún de los animales.
Mi caso me parece simplemente el de un hombre útil, un padre dedicado, un esposo limpio. Me gusta el orden y abogo por la autosuficiencia, la autogestión como experiencia humana. Todos debemos hacer de todo, la vida es sólo una. Cuando como me gusta una mesa limpia, un fregadero de trastes limpio. Igualmente cuando duermo me gusta una cama ordenada y unas sábanas limpias, frescas. Si para tener eso hay que realizar algunas tareas como lavar trastes, ropa, planchar, barrer, trapear, es el precio que hay que pagar por el placer y la buena vida, por modesta que sea. Y créanme, vale la pena. Es cierto, por momentos parezco una señora inglesa, todo con orden. Todo limpio. Pienso que los seres humanos, por pobres que sean, pueden hacer algo para mejorar su calidad de vida. Limpiar. Aprender a deshacerse de sus propios desechos. Recoger la piel del lecho, el polvo que dispersamos en las habitaciones, para hacer apacible y limpia nuestra vida. ¿No la disfruto más? Sí, es mi respuesta inmediata. Mi actitud doméstica es la de mi madre, una administradora eficaz de la limpieza de la casa. Fuerte y enérgica, a quien recuerdo eternamente en movimiento, barriendo, golpeando las camas para alisar las colchas; pelando una gallina en agua hirviente, batiendo cinco kilos de tamales de manteca. Cuando yo jugué con mis hermanos construimos casitas que barríamos y arreglábamos bien. De eso se trataba la vida en esos juegos infantiles. De vivir bien, con espacio, con adornos, con gusto. Cuando fui mayor –nunca fui mayor-, la idea del juego se materializó y pude jugarlo como soltero y como casado. Limpié mi casa. Limpié la casa de mi pareja, de mi amor, y lo hice con mucho gusto. La oportunidad de limpiar cuando se es padre o madre de familia es infinita. Cuando fui padre de familia lo asumí con abnegación. Sólo tienes que cuidar los bienes que la vida te da, los objetos materiales y los naturales, el famoso entorno nuestro. Amar la vida por lo que hay en ella, amar las cosas al grado de limpiarlas, protegerlas, atesorarlas.
Pero sólo meneé la mano con un gesto de impotencia y terminé diciendo:
- No me importa que ustedes puedan tacharme de mandilón. No me interesa su opinión.
- Entonces no se diga más –gritó Laura de América triunfante-. Se trata de un mandilón que es feliz con su delantalcito. Mary –le ordenó a mi
- esposa-, vos, dejálo que siga creyéndose la sirvienta de la casa. Vos dejáte crecer el bigote y ya puedes hacerle unas trencitas a lo que te queda de marido. - Por increíble que parezca, Mary ostentaba un bigotito de músico de trío muy bien recortadito, pero seguía con su mirada apacible e inocente. –Yo no soy la sirvienta –expresé confuso-, no soy la sirvienta –repetí innecesariamente. “Qué pasen los del mariache América a golpearlo –gritaba Laura de América. - Háganlo pedazos, muchachos.
Son curiosos los golpes en los sueños, porque no duelen. Pero Andrés García me jaló del hombro y por un momento sentí golpes reales sobre mi humanidad. Era Mary, estaba amaneciendo. Tenía que levantarme a llevar a las niñas.
El mosco de la media noche me sacó de ese sueño tortuoso, pero el rostro enjuto de Laura de América apareció detrás de la cortina y ahora me dijo casi con dulzura:
– Tu esposa dice que lo único que te falta es ponerte un delantal ¿por qué no usás delantal para los quehaceres de tu casa, papacito?
– Un delantal rosa de olanes plisados le vendría bien -se burló Andrés García. -----Nunca se me había ocurrido que podría usar un delantal.
– “Pongámosle un delantal”, grito alguien.
– Vamos a ponérselo -instó Andrés con maliciosa sonrisita.
Nunca he necesitado delantal, aunque es cierto que a veces me mojo la camisa lavando los trastes ¿qué importancia tiene?, decía a mis adentros. El rostro convencido e inocente de Mary me obligó a reflexionar que estaba ahí por una razón. Le habrían pagado una gran cantidad de dinero por venir a exhibir nuestra vida, y ahora yo era –siempre yo- quien debía dar la cara para explicar las cuestiones de la ciencia social. Para eso soy el conferencista, el catedrático, el escritor. Claro. Pero el dinero es importante en estos momentos y tampoco puedo tener una actitud retrógrada. Trato de concentrarme en el rostro de Laura para entender sus preguntas, pero la cara sonriente de Andrés aparecía para burlarse una y otra vez de mí. “Se está burlando de mí”, me sentí francamente ofendido. Esto requería de una acción rápida y discursiva: “No espero que me comprendan, Andrés, Laura, no hago las cosas que hago para probar nada a nadie, es un asunto de sobrevivencia. El grado de calidad de vida al que aspires tener, seas rico o seas pobre. Tampoco temo que personas como ustedes me consideren mandilón”.
Todo lo que me hubiera gustado decirle a Laura de América, pero los tiempos de la televisión nos permitían apenas breves intervenciones. Me hubiera gustado decir algo sobre la limpieza, que es un asunto que raya con la filosofía. Me parece que mi caso es el de muchos hombres, feminizados por su inteligencia al reconocer que el trabajo doméstico no es un asunto de género, sino de los seres humanos. Y aún de los animales.
Mi caso me parece simplemente el de un hombre útil, un padre dedicado, un esposo limpio. Me gusta el orden y abogo por la autosuficiencia, la autogestión como experiencia humana. Todos debemos hacer de todo, la vida es sólo una. Cuando como me gusta una mesa limpia, un fregadero de trastes limpio. Igualmente cuando duermo me gusta una cama ordenada y unas sábanas limpias, frescas. Si para tener eso hay que realizar algunas tareas como lavar trastes, ropa, planchar, barrer, trapear, es el precio que hay que pagar por el placer y la buena vida, por modesta que sea. Y créanme, vale la pena. Es cierto, por momentos parezco una señora inglesa, todo con orden. Todo limpio. Pienso que los seres humanos, por pobres que sean, pueden hacer algo para mejorar su calidad de vida. Limpiar. Aprender a deshacerse de sus propios desechos. Recoger la piel del lecho, el polvo que dispersamos en las habitaciones, para hacer apacible y limpia nuestra vida. ¿No la disfruto más? Sí, es mi respuesta inmediata. Mi actitud doméstica es la de mi madre, una administradora eficaz de la limpieza de la casa. Fuerte y enérgica, a quien recuerdo eternamente en movimiento, barriendo, golpeando las camas para alisar las colchas; pelando una gallina en agua hirviente, batiendo cinco kilos de tamales de manteca. Cuando yo jugué con mis hermanos construimos casitas que barríamos y arreglábamos bien. De eso se trataba la vida en esos juegos infantiles. De vivir bien, con espacio, con adornos, con gusto. Cuando fui mayor –nunca fui mayor-, la idea del juego se materializó y pude jugarlo como soltero y como casado. Limpié mi casa. Limpié la casa de mi pareja, de mi amor, y lo hice con mucho gusto. La oportunidad de limpiar cuando se es padre o madre de familia es infinita. Cuando fui padre de familia lo asumí con abnegación. Sólo tienes que cuidar los bienes que la vida te da, los objetos materiales y los naturales, el famoso entorno nuestro. Amar la vida por lo que hay en ella, amar las cosas al grado de limpiarlas, protegerlas, atesorarlas.
Pero sólo meneé la mano con un gesto de impotencia y terminé diciendo:
- No me importa que ustedes puedan tacharme de mandilón. No me interesa su opinión.
- Entonces no se diga más –gritó Laura de América triunfante-. Se trata de un mandilón que es feliz con su delantalcito. Mary –le ordenó a mi
- esposa-, vos, dejálo que siga creyéndose la sirvienta de la casa. Vos dejáte crecer el bigote y ya puedes hacerle unas trencitas a lo que te queda de marido. - Por increíble que parezca, Mary ostentaba un bigotito de músico de trío muy bien recortadito, pero seguía con su mirada apacible e inocente. –Yo no soy la sirvienta –expresé confuso-, no soy la sirvienta –repetí innecesariamente. “Qué pasen los del mariache América a golpearlo –gritaba Laura de América. - Háganlo pedazos, muchachos.
Son curiosos los golpes en los sueños, porque no duelen. Pero Andrés García me jaló del hombro y por un momento sentí golpes reales sobre mi humanidad. Era Mary, estaba amaneciendo. Tenía que levantarme a llevar a las niñas.
Comentarios
Publicar un comentario