¡Chi chi chi Le le le: Chile! Gritan los fanáticos chilenos cuando juega el exitoso tenista Fernando González en algún lugar del mundo, porque los chilenos, como pocos, están diseminados en los lugares más insospechados de la tierra. Y algo más: pueden pagar las caras entradas de los torneos de tenis.
He sembrado, desde hace treinta años, semillas en el corazón de los chilenos, y las he ido cosechando a lo largo del tiempo. Veo a mi amigo Pepe cada semana en su café librería del centro de Puebla, en donde he conocido a otra cantidad de amistades esporádicas del país del cobre. En consecuencia, he aprendido un montón de cosas útiles e inútiles de Chile y los chilenos, he llegado a comprender su jerga amapuchada y a saborear su delicioso pisco, sus empanadas (“no argentinas”) y su vino incomparable. Admiro y quiero a los chilenos.
Con este ánimo sentimental recibimos a representantes de tres generaciones de una familia de chilenos que vinieron hasta Puebla a visitarnos, encabezados por el jerarca Guido y su encantadora esposa, Rosa; el menor de los hijos, Cristóbal, que llegó de Leipzig en donde cursa un doctorado, y de su única hija, Cristina, que es nuestra amiga del alma desde su estancia en México en los años ochenta, de donde se fue embarazada de su primer hijo, que ahora tuvimos el gusto de conocer: el Benja, un animoso joven veinteañero que estudia biología en Santiago.
Durante cinco días hablamos sin cesar y comimos sin pausa. Me ofrecieron una versión de primera mano sobre el paradigmático Chile, tal vez menos optimista que la de las agencias de información, y yo les ofrecí muy pocos elementos, digamos, realistas, del caótico México que ahora estamos viviendo. No traían mucha información y me cuidé de no atiborrarlos de estadísticas sangrientas y nuevos récord de violencia que ahora forman nuestro deporte nacional. Los dejé ver el México que querían ver, y yo mismo que solacé con él. El México del color y del sabor; el colonial y el del arte religioso; el México de los mexicanos sonrientes, dicharacheros y ladinos. En esos breves días, también nosotros vivimos la fantasía de la secretaria de exteriores y nos olvidamos de catastrofismos, de crisis y de mentiras cotidianas. Reímos y tomamos vino, comimos mole, tamales y tortillas con chile –para mi sorpresa, comen chile ¡como tepiteños!-; disfrutamos de ese México que ya casi no vemos, que ya casi no disfrutamos.
Salud, amigos, ojala regresen pronto a reconciliarnos, aunque sea brevemente, con este extraño país: el México extraordinario que los fraudes, la sangre y el cinismo nos impiden ver. Y gracias por recordárnoslo.
He sembrado, desde hace treinta años, semillas en el corazón de los chilenos, y las he ido cosechando a lo largo del tiempo. Veo a mi amigo Pepe cada semana en su café librería del centro de Puebla, en donde he conocido a otra cantidad de amistades esporádicas del país del cobre. En consecuencia, he aprendido un montón de cosas útiles e inútiles de Chile y los chilenos, he llegado a comprender su jerga amapuchada y a saborear su delicioso pisco, sus empanadas (“no argentinas”) y su vino incomparable. Admiro y quiero a los chilenos.
Con este ánimo sentimental recibimos a representantes de tres generaciones de una familia de chilenos que vinieron hasta Puebla a visitarnos, encabezados por el jerarca Guido y su encantadora esposa, Rosa; el menor de los hijos, Cristóbal, que llegó de Leipzig en donde cursa un doctorado, y de su única hija, Cristina, que es nuestra amiga del alma desde su estancia en México en los años ochenta, de donde se fue embarazada de su primer hijo, que ahora tuvimos el gusto de conocer: el Benja, un animoso joven veinteañero que estudia biología en Santiago.
Durante cinco días hablamos sin cesar y comimos sin pausa. Me ofrecieron una versión de primera mano sobre el paradigmático Chile, tal vez menos optimista que la de las agencias de información, y yo les ofrecí muy pocos elementos, digamos, realistas, del caótico México que ahora estamos viviendo. No traían mucha información y me cuidé de no atiborrarlos de estadísticas sangrientas y nuevos récord de violencia que ahora forman nuestro deporte nacional. Los dejé ver el México que querían ver, y yo mismo que solacé con él. El México del color y del sabor; el colonial y el del arte religioso; el México de los mexicanos sonrientes, dicharacheros y ladinos. En esos breves días, también nosotros vivimos la fantasía de la secretaria de exteriores y nos olvidamos de catastrofismos, de crisis y de mentiras cotidianas. Reímos y tomamos vino, comimos mole, tamales y tortillas con chile –para mi sorpresa, comen chile ¡como tepiteños!-; disfrutamos de ese México que ya casi no vemos, que ya casi no disfrutamos.
Salud, amigos, ojala regresen pronto a reconciliarnos, aunque sea brevemente, con este extraño país: el México extraordinario que los fraudes, la sangre y el cinismo nos impiden ver. Y gracias por recordárnoslo.
Te faltó decir que el pisco es "no peruano", eso también lo aclaran muy seguido.
ResponderEliminarSí, po güevón...
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