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Servicios públicos pirata


Para levantarnos el ánimo de tanta crisis y en vista de que los ficus de la banqueta empezaban a invadir nuestro patio, acepté la oferta de un joven desempleado que por 300 pesos, dijo, podaría los tres árboles. Incrédulo y con un poco de mala conciencia, pues es mucho trabajo para tan poco pago, terminé aceptando ante su insistente solicitud. “Le daré de comer y le compraré una coca”, negocié conmigo mismo, así que puso manos a la obra.

Podó un solo árbol, con tanta furia, que tapó el paso de la calle. Tuve que desatender mis labores para acudir al llamado de los claxon de los vecinos que querían pasar. Era una cantidad de ramas insospechada. Discutí con mi amigo y por el momento las apilamos en la banqueta de la casa, pero ahora nos impedía el libre tránsito a los usuarios del hogar. Como pude, penetré a nuestro domicilio e hice una llamada al Ayuntamiento de la ciudad para que me ayudaran a resolver este desaguisado. Para mi sorpresa, una amable señorita tomó nota y me tranquilizó: “voy a enviarle un inspector para que evalúe el monto de ramas y le haga un presupuesto”. Perfecto. Yo calculé en cien pesos adicionales e hice mis cuentas, que no resultaban tan gravosas. La sorpresa fue que cuando por fin pude salir de la casa, en medio de las ramas, ya había llegado el inspector del Ayuntamiento, a quien felicité por la prontitud de sus auxilios, pero rápidamente me quitó la sonrisa optimista de mi cara. Con la mirada preocupada de un ingeniero que construye una presa, calculó en tres tráileres las necesidades de evacuación, lo que por poco me provoca un accidente de evacuación, pero estomacal. Discutí argumentando mis derechos ciudadanos, los impuestos que nos cobran por aquí y por allá, las promesas del alcalde y la tremenda crisis que vivimos, lo que momentáneamente conmovió su endurecido rostro de ingeniero. Me dijo que tal vez cabría en uno, y por tratarse de una emergencia, buscaría hablar con el chofer para que me lo dejara en 1,300 pesos. Pero tenía que ser rápido, pues si pasaban “los de ecología” podría hacerme acreedor a una multa por una cantidad mucho más alta. Cuando me despertó de mi desmayo, le di las gracias por el estupendo servicio municipal y lo despedí con violencia contenida. Se fue con cara de “ahorita te echo a los de ecología” y yo me quedé con mi joven desempleado, que ya tenía el pobre ficus tan pelón como un árbol de Dalí. “Ves lo que pasa por ayudarte”, me desquité con él, a sabiendas de que había participado en toda mi negociación. “¿Tiene mecate?”. Claro que tengo mecate. “Tráigalo”, me ordenó. Y en menos de lo que canta un gallo, con mi ayuda, amarró paquetes de ramas, una tras de otra, hasta juntar 24. Eran unos rollos compactos, de un metro y medio de largo por cuarenta centímetros de diámetro, que apilamos junto a la cochera, dentro de la casa, lo que me quitó, por lo menos, la preocupación de “los de ecología”, que ya andarían rondando la colonia. Le di 200 pesos y la promesa de no volverlo a contratar para los dos árboles restantes.

Una semana después, ya medio secas las ramas, al pasar el camión de la basura, salí con cincuenta pesos en la mano y, a sabiendas que es ilegal que carguen ramas en sus recorridos, los exhibí provocadoramente al tiempo que indicaba el montó de ramas junto a la cochera. Entraron cuatro hombres y en menos de un minuto desalojaron el montón. Asunto concluido.

Cuando reflexionaba en este gesto de solidaridad que resultó tan desafortunado, pensé que esa es la forma en que hacemos las cosas en México, nuestra famosa corrupción que es, en realidad, la forma práctica que tenemos para resolver nuestros problemas. No es que sea una cultura ajena a nuestra cultura, que asumimos momentáneamente mientras nos volvemos menos corruptos, sino que se trata de mecanismos sociales, convenidos por todos, para arreglar las cosas que los diferentes niveles de gobiernos se niegan a afrontar, al menos, con un sentido social. Larga debe ser nuestra discusión sobre este tema.


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