Hoy se celebra el Día del Libro y de los derechos de autor, jornada creada por la Vigésimo octava conferencia de la Unesco celebrada en París en noviembre de 1995, en razón, según el acta oficial, “de haber coincidido en el 23 de abril de 1616 la muerte del inca Garcilazo de la Vega, la de Miguel de Cervantes Saavedra y la de William Shakespeare.”
Pertenezco, quizás, a la última generación humana de un club indefinido de coleccionistas que durante los últimos 500 años se dedicó a la liturgia de los libros, basada en la acumulación. Diez –donados por mi hermano Antonio-, luego cien, después mil, tal vez dos mil. Hubo una época en que los conté, pero ya no. Los libros, como los niños de Cristo, vinieron a mí. Sin saber cómo, me convertí en un imán que atraía ejemplares de la más diversa catadura y sin quererlo me convertí en promotor de estos emisarios del pasado que, a todas luces, de acuerdo a mi convicción, eran la única fuente del saber formal. Tan sólo haciendo cápsulas radiofónicas en la ciudad de Puebla me hice de cientos de novedades patrocinado por tres o cuatro librerías locales (Cristal, Teorema, Contexto), a las que en años subsecuentes hice una cápsula semanal a cambio de un libro, que en muchos casos regalé a los radioescuchas. En la universidad, ante la ausencia de libros entre los alumnos –y por lo tanto de lecturas-, llevé cajas de novelas que puse a su disposición en las coordinaciones mientras duraban los semestres. Por supuesto perdí algunos, pero pude comprobar la lectura de muchos otros. Con los años aprendí que la mayoría de los libros que uno presta van a fondo perdido, pero aún así presté decenas que, por supuesto, perdí. No importa, salvo algunas joyas irrecuperables, espero que hayan sido leídos de mis cercanos ladronzuelos.
Mis libros más queridos y recordados, aquellos que recuerdo como las principales aportaciones para forjar la base crítica de lo que ahora soy, nunca fueron míos, sino libros prestados por Antonio o Jaime o sustraídos legalmente de una biblioteca y, en todos los casos, regresados. Casi siempre. Existe un derecho humano de apropiación que no pide permiso para despojar y, por supuesto, también lo he ejercido, sobre todo en mis primeros años de lector. Veo como mis hijas, con toda naturalidad, se han apropiado de una serie de libros que ellas consideran que les pertenecen por alguna reacción mágica de sus intereses particulares. Así han ido a parar a sus libreros mi breve colección de ciencia y de herbolaria y algunas de mis novelas y mis autores favoritos, sin ningún reclamo de mi parte. Considero que es parte de la vida de los libros, pues, como decía el gran Borges, un libro cerrado, guardado en un librero, es un objeto muerto. Una caja de luces apagada –esta metáfora barata es mía, ni caso tiene mencionarlo-.
Hoy es el día del libro y parece que a los periódicos y a los periodistas lo único que llama la atención es su presunta decadencia. En El País se afirma que en el 2019 aún van a existir, pero coexistiendo con los digitales y auditivos. A mí esta discusión no me interesa, no me importa. Es claro que los libros, como objeto, son árboles, y que la depredación humana no parece tener límites en sus alcances aniquilatorios. Llegará el momento en que esté prohibido cortar un solo árbol y sea imposible imprimir un solo libro. Pero eso no quiere decir que los libros vayan a desparecer. El objeto libro tal vez sí, pero no los libros, cuando se piensa en ellos como novelas, ensayos, poesía, historia, ciencia y arte. El cambio de soporte mejorará la especie, no sólo del objeto en sí, sino de los lectores, que a todas vistas, como lo vemos en el Internet, aumentarán su número. Dicho lo cual, me permito ser optimista ya he empezado a cambiar mis hábitos para adaptarme. En los últimos años he leído libros, tal vez unas decenas, frente a la pantalla de mi computadora, libros electrónicos. Facsímiles antiguos, novelas clásicas, inéditas y ensayos novedosos que, sin este recurso, tal vez no hubieran estado a mi alcance. Sí tengo dudas por su seguridad, por su permanencia en el frágil espacio de la electricidad; en el acceso presuntamente gratuito de las enciclopedias y colecciones que se forman (Google book, por ejemplo), en la equidad de copyright entre autores y neoeditoriales.
No sé ¡cómo podría saberlo!, qué sucederá en el hipotético caso de que la energía eléctrica fallara en el mundo o en alguna de sus regiones. Pero desde ahora disfruto al libro en sus nuevas versiones. Como lectora, como lector, te conmino a hacerlo mismo.
Pertenezco, quizás, a la última generación humana de un club indefinido de coleccionistas que durante los últimos 500 años se dedicó a la liturgia de los libros, basada en la acumulación. Diez –donados por mi hermano Antonio-, luego cien, después mil, tal vez dos mil. Hubo una época en que los conté, pero ya no. Los libros, como los niños de Cristo, vinieron a mí. Sin saber cómo, me convertí en un imán que atraía ejemplares de la más diversa catadura y sin quererlo me convertí en promotor de estos emisarios del pasado que, a todas luces, de acuerdo a mi convicción, eran la única fuente del saber formal. Tan sólo haciendo cápsulas radiofónicas en la ciudad de Puebla me hice de cientos de novedades patrocinado por tres o cuatro librerías locales (Cristal, Teorema, Contexto), a las que en años subsecuentes hice una cápsula semanal a cambio de un libro, que en muchos casos regalé a los radioescuchas. En la universidad, ante la ausencia de libros entre los alumnos –y por lo tanto de lecturas-, llevé cajas de novelas que puse a su disposición en las coordinaciones mientras duraban los semestres. Por supuesto perdí algunos, pero pude comprobar la lectura de muchos otros. Con los años aprendí que la mayoría de los libros que uno presta van a fondo perdido, pero aún así presté decenas que, por supuesto, perdí. No importa, salvo algunas joyas irrecuperables, espero que hayan sido leídos de mis cercanos ladronzuelos.
Mis libros más queridos y recordados, aquellos que recuerdo como las principales aportaciones para forjar la base crítica de lo que ahora soy, nunca fueron míos, sino libros prestados por Antonio o Jaime o sustraídos legalmente de una biblioteca y, en todos los casos, regresados. Casi siempre. Existe un derecho humano de apropiación que no pide permiso para despojar y, por supuesto, también lo he ejercido, sobre todo en mis primeros años de lector. Veo como mis hijas, con toda naturalidad, se han apropiado de una serie de libros que ellas consideran que les pertenecen por alguna reacción mágica de sus intereses particulares. Así han ido a parar a sus libreros mi breve colección de ciencia y de herbolaria y algunas de mis novelas y mis autores favoritos, sin ningún reclamo de mi parte. Considero que es parte de la vida de los libros, pues, como decía el gran Borges, un libro cerrado, guardado en un librero, es un objeto muerto. Una caja de luces apagada –esta metáfora barata es mía, ni caso tiene mencionarlo-.
Hoy es el día del libro y parece que a los periódicos y a los periodistas lo único que llama la atención es su presunta decadencia. En El País se afirma que en el 2019 aún van a existir, pero coexistiendo con los digitales y auditivos. A mí esta discusión no me interesa, no me importa. Es claro que los libros, como objeto, son árboles, y que la depredación humana no parece tener límites en sus alcances aniquilatorios. Llegará el momento en que esté prohibido cortar un solo árbol y sea imposible imprimir un solo libro. Pero eso no quiere decir que los libros vayan a desparecer. El objeto libro tal vez sí, pero no los libros, cuando se piensa en ellos como novelas, ensayos, poesía, historia, ciencia y arte. El cambio de soporte mejorará la especie, no sólo del objeto en sí, sino de los lectores, que a todas vistas, como lo vemos en el Internet, aumentarán su número. Dicho lo cual, me permito ser optimista ya he empezado a cambiar mis hábitos para adaptarme. En los últimos años he leído libros, tal vez unas decenas, frente a la pantalla de mi computadora, libros electrónicos. Facsímiles antiguos, novelas clásicas, inéditas y ensayos novedosos que, sin este recurso, tal vez no hubieran estado a mi alcance. Sí tengo dudas por su seguridad, por su permanencia en el frágil espacio de la electricidad; en el acceso presuntamente gratuito de las enciclopedias y colecciones que se forman (Google book, por ejemplo), en la equidad de copyright entre autores y neoeditoriales.
No sé ¡cómo podría saberlo!, qué sucederá en el hipotético caso de que la energía eléctrica fallara en el mundo o en alguna de sus regiones. Pero desde ahora disfruto al libro en sus nuevas versiones. Como lectora, como lector, te conmino a hacerlo mismo.
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