miércoles, 15 de abril de 2009

Telegrafistas


Mi papá era el telegrafista del pueblo, y cuando tenía diez años mi mamá se convirtió en la telegrafista del pueblo. Entonces mi identidad siempre fue la de ser el hijo de los telegrafistas, un pintoresco gremio de servidores públicos, orgulloso y solemne, que nos permitió a aquellos cinco niños conocer gente del sur de México, escasa por entonces, que se hospedaban en la casa por varios días mientras arreglaban algún desperfecto técnico o un arqueo institucional. Eran “los visitadores”. La oficina de telégrafos siempre estuvo en la casa, era un cuarto más, un lugar ideal para hacer tareas, dibujar, hacer experimentos y molestar a los estudiantes de telegrafía que en las noches usaban las líneas para practicar. Abría la llave de la magneta y empezaba a decir mi nombre como un loco egocéntrico que se suelta gritando su nombre en una plaza. ¡Era lo único que sabía en clave Morse! Todo paró cuando mi papá recibió una reprimenda. “Dígale a ese Tal por cual… ¿es su hijo?”



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