En un artículo publicado recientemente en The
New York Times y reproducido por un diario digital poblano (*), Umberto Eco
afirma que “la vida no es otra cosa que el recuerdo gradual de la infancia”
donde los recuerdos más nefastos pueden convertirse en recuerdos bellos y
disfrutables, como los bombardeos que los sometían a húmedos sótanos en la
segunda guerra mundial. O cualquier otra cosa: “aún recuerdo con cariño mis
sabañones”.
En este blog yo he venido reflexionando mucho
en este tema, el de los recuerdos, en su parte más formal esas reflexiones
tienen que ver con dilucidar la honestidad de ciertos recuerdos frente a la liviandad
de otros, pero no son exactas estas expresiones. Primero pensé en recuerdos
honestos, pero eso me llevaba a pensar en recuerdos deshonestos, disipando toda
objetividad para situarlos en una categoría moral. No, nada que ver. En esas
andaba en diciembre cuando lo discutí con Antonio, o meses después, cuando
volví a ventilarlo con Eva. La preocupación no es banal porque de alguna forma
marca un planteamiento metodológico en mi trabajo sobre cien años de memoria
poblana, en donde, más que la reflexión en sí misma, el desarrollo de las
muchas entrevistas que llevaba formuladas y sus resultados editados, mostraban
una clara tendencia a elegir solo aquellos recuerdos que tienen que ver con los
recuerdos de la infancia y la primera juventud, eliminando –o casi- los
recuerdos posteriores de mis informantes. Ayer, en aras de expresar esto a
interlocutores del Congreso local y la universidad, volví a caer en mi
disyuntiva, expresando mis sospechas de nueva cuenta y desechando de inmediato
cualquier connotación moral de los recuerdos. Entonces vino a mí una metáfora
que, si bien no acaba de explicar mis alegatos, me dio pie para formular de
nueva cuenta esa inquietud: los recuerdos desnudos de la niñez y la juventud,
frente a los recuerdos vestidos y/o disfrazados de la adultez. Y el lenguaje
serían los trapos en cuestión.
Nada más frustrante para un buscador de
recuerdos que la fabricación profesional de un discurso de parte de un
licenciado o un ingeniero a quien le accioné el “play” y me llevo una dosis de
su organizada verborrea. Sus “recuerdos” son como las páginas de un libro
medianamente escrito que buscan justificar, para sí mismo, las razones y los
hechos, perfectamente disfrazados, que le dieron sentido a su vida; diferentes,
muy diferentes, a los recuerdos que ese mismo licenciado o ingeniero (o chofer,
comerciante, ama de casa) me dice sobre su niñez o su primera juventud, cuando
aún no contaba con un discurso que estructurara y maquillara (justificara,
enmascarara) lo que resultó de su vida que, en última instancia, en materia de
recuerdos, a todos –excepto a sí mismo- nos tiene sin cuidado. Y este es un
lado flaco prácticamente del discurso escrito testimonial, las memorias, las
autobiografías, los alegatos que recrean un pasado –próximo o distante- con el posible
propósito de justificar los actos de nuestras vidas, del admirable Ulises Criollo vasconceliano al Derecho de réplica del ahumado
empresario argentino-mexicano-argentino que tiene hoy revuelto el avispero.
La memoria desnuda, creo, es una mejor
metáfora para designar esos recuerdos intocados que los seres humanos
mantenemos, fieles a sí mismos, a lo largo de nuestras vidas. O no sé…
(*) http://www.laquintacolumna.com.mx/2008/agosto/columnistas/colu_eco_250808.html
.
Me atrevería a decir que la única moralidad humana descansa en los recuerdos; que la moral -y en consecuencia, la inmoral- está sustentada en nuestra facultad de recordar, pues si no fuera así, no "recordaríamos" ningún parámetro que le diera sustento a nuestra moral. Seríamos simples animales, más allá del bien y del mal.
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