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Rezagos


Mi recuerdo de aquellos ocho meses en que fui un precoz jefe de oficina en la Dirección de Telecomunicaciones del Centro Scop, con sólo 23 años, tres décadas después, es muy grato, como lo fue mi estancia entera en la secretaría de comunicaciones y transportes; un burócrata de cepa que nació y vivió su infancia y juventud en una oficina de telégrafos, nunca se me dificultó ambientarme, en lo más mínimo. A aquella oficina a la que entraba puntualmente a las ocho de la mañana y salía en la noche, la recuerdo como una orgía de trabajo en la que intervienen voces y cajonazos; teléfonos y máquinas de escribir de ruidosas teclas expulsando facturas de sus rodillos negros. Mis queridos compañeros, cómplices insobornables mientras no se convirtieran en enemigos jurados. Afinidad sellada en incontables borracheras grupales de fines de semana. Una existencia profundamente gregaria. La atención a clientes fue algo que se me dio con naturalidad. Educado en la disciplina y honradez de mi papá, tampoco se me dificultó ser un burócrata honesto y atingente. Yo creo que hasta mi tipo físico se presta para esa presentación de servidor público detrás de un escritorio o una ventanilla. “Con mucho gusto, mire…” Como le respondí a una funcionaria de Notimex que me envió un sobre con dinero -¡qué necesidad de estar corrompiendo a la gente de parte de una agencia de gobierno!-, el mensajero me lo señaló con ojos pícaros y yo no me ensañé con él, sino que tomé el sobre y sin abrirlo lo metí al rodillo de la máquina de escribir y escribí un mensaje sobre la honestidad administrativa que entonces pregonaba demagógicamente el presidente De la Madrid, porque a final de cuentas yo era funcionario de su gobierno. El mensajero palideció y yo le dije que no se preocupara, que me hiciera el favor de entregarle el sobre a la licenciada. Qué culpa tenía el envejecido office boy para ensañarme con él. Al rato me llamó la licenciada deshaciéndose en disculpas. “Vamos a eliminar esa costumbre”, le dije. Igual pasó con un senador que intercedió por un amigo industrial de Naucalpan que quería pasarse de listo. Cuando salió a colación la posibilidad de un “regalito” le dije al senador que si acaso me estaba intentando sobornar lo pensara mejor, su amigo no había sido honesto con nosotros y nos había engañado. Y él, con su propuesta inmoral, lo estaba protegiendo. Palideció a través de la línea telefónica y no volvió a llamarme. Porque, por absurdo que fuera, aquellos empleados de categoría intermedia teníamos el poder de perdonar mucha lana en multas y recargos sobre el pago original. Cosa que yo hice sin chistar, manga ancha al perdón siempre y cuando pagaran lo que nos debían. Perdonamos a mucha gente necesitada que había abusado de sus deudas por evidente error de ambos, pues nunca se las habían cobrado, y asumí que eso también era parte de nuestro servicio. Amabilidad y buena ondés, como debería ser la burocracia, para que no sienta uno que un empleado amargado se quiere ensañar con nuestro deteriorado activo pecuniario. Y eso nos tenía contentos a todos. Clientes felices, jefes felices y empleados felices porque la armonía prevalecía en nuestras relaciones sociales. El rezago fue abatido, no lesionamos los intereses de nadie y limpiamos aquella cloaca administrativa de la Dirección General de Telecomunicaciones.



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