Un día de 1982, el dedo flamígero del subdirector Vargas en la Torre Central de Telecomunicaciones me puso en la Oficina de investigaciones históricas, cosa que no complació al anciano taimado que la dirigía, don Rafael Hernández. Era un viejito de aspecto cascarrabias muy parecido físicamente a Elías Caneti (en esta foto de Caneti se puede apreciar lo mucho que se parecía al Sr. Hernández).
Mi primera impresión no fue grata, pues trataba muy mal a los empleados y también a los pocos visitantes, pero también advertí que se llevaba fuerte con los empleados de la contigua biblioteca. Trataba a todos de “pasguatos” y gritaba anatemas cultistas a los despistados, que eran la inmensa mayoría. Yo me acomodé en un escritorio frente al suyo y me puse a escribir. En algún momento me interrumpió para insultarme y tuvo el disgusto de enfrentar –por única vez en los siguientes seis años- a una lengua biperina que venía entrenado en otras broncas burocráticas mucho más rasposas que esas. Tras un explicable desconcierto de su parte, me aceptó a los pocos días y llegamos a tejer una buena amistad, pues terminó muy orgulloso de mí. Tenía la colección completa de “sepan tantos” de Porrúa y me permitió comprobar, una vez más, que no todos los burócratas eran unos idiotas redomados (pasguatos, para mayor propiedad), y que tras los oscuros personajes trajeados que deambulaban en los pasillos la dependencia, había historias individuales de gran intensidad, como la de este anciano, peinado su pelo cano al cepillo, que pelaba los dientes mientras fumaba sin cesar. Un viejo a la antigua del que obtuve espléndida colaboración y apoyo a mis iniciativas, que no fueron pocas. “Sí -gritaba enfático-, hay que trabajar”. Durante siete años hablamos de todo lo que sabíamos, con respeto e interés, ante los oídos atentos de un grupo de jóvenes de algún modo entusiastas por la investigación, y de tres mecanógrafas. Todos participábamos de alguna manera en aquella plática y con el tiempo llegó a reglamentarse con la participación de los otros investigadores, pues en un momento llegamos a ser cinco los investigadores, todos sin una dirección muy definida, pues era claro que el Sr. Hernández era autoridad sólo para los jóvenes, nosotros respondíamos a autoridades más elevadas, pero ¿cuáles? Aparecieron dos carcamanes típicos de la burocracia. Bueno, tres, conmigo. Un actuario que hizo una historia inservible de las telecomunicaciones, otro sujeto temeroso y torcido que dizque investigó (quisiera saber si alguien vio la investigación) y yo, que habíamos llegado ahí por el misterioso laberinto de una burocracia muy movida como la de comunicaciones y transportes. Estaba también un estudiante de sociología llamado Apolinar, que era michoacano y uno de Derecho llamado Teodoro Martínez, oaxaqueño profundo, y otras personas interesadas en la historia que eran convocadas en aquel grupo de escritorios, algunos de los cuales llegaban a dirigir ese barco zozobrante que era –y es- el enorme acervo de equipos históricos de las telecomunicaciones en México, con su precursor y promotor el ingeniero Tomás Guzmán Cantú, Tomasito, que nos ordenó dejar de llamarle así y dirigirnos a él simplemente como: el ingeniero. Así fue. El general Guillermo Garza Ramos, que estuvo muchas veces, un hermoso anciano de corte clásico que había sido un ingeniero militar y que llegaba a contarnos sus andanzas en la segunda guerra y la defensa heroica de baja California, ante el avistamiento de un submarino japonés. El general ordenó: “ataquen”. Echaron bomba y bomba hasta que no se supo más del submarino japonés, no se volvió a acercar. Como la orden no estaba autorizada, el general Garza Ramos tuvo que pagar de su salario el costo del arsenal gastado ese día. Era muy divertido cuando el general recordaba la imposibilidad de comunicarse a la capitanía central, pues hubiera tardado días la respuesta.
Puse manos a la obra y organicé mi vida, nuevamente. Aprobé los siguientes diez semestres y terminé antropología, en tanto que adelantamos bastante la investigación sobre el telégrafo.
Puse manos a la obra y organicé mi vida, nuevamente. Aprobé los siguientes diez semestres y terminé antropología, en tanto que adelantamos bastante la investigación sobre el telégrafo.
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