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La luna al celofán


La llegada del hombre a la luna no me impresionó objetivamente debido a que no tenía muy claro el que no hubiéramos llegado antes, es decir, no distinguía de bien a bien entre lo que ocurría en las pantallas de los cines y la vida real. De tal modo que la noticia del hombre en la luna la recibí con cierto escepticismo. ¿No se suponía que habíamos ido a Marte ya? Es decir, en los albores de mi doceavo aniversario, las ficciones espaciales y la vida real no tenían una clara frontera. Además la luna no parecía tan lejana. Con la muerte de Kennedy se me había revelado que no éramos gringos y que ese hombre, que mi mamá lloró como a un familiar, nunca había sido nuestro presidente. Ahora los gringos salían con que llegaban a la luna. Ande, pues. Ahora veo el famoso descenso de Neil Armstrong por las escalerillas del módulo lunar en un video renovado por la NASA, lo que en 1969 sólo imaginamos en la difusa señal televisiva que entonces recibíamos en el lejano pueblo. Mi papá tuvo que poner una antena como de treinta metros de alto para recibir unas sombras indefinidas que debíamos interpretar como personas en la brillante pantalla de televisión en blanco y negro –“¿no se enferman tus hijos, Aída?”, le preguntó a mi mamá una tía que nos visitaba de San Francisco cuando nos vio viendo la tele-, inventores que nunca faltan en estas coyunturas descubrieron que, poniéndole un celofán azul o verde la imagen mejoraba considerablemente. Era lo mismo, las manchas oscuras que debíamos suponer que eran personas no variaban sustancialmente, sólo que ahora se veía azules o verdes; otro ingenioso ciudadano descubrió que viendo la televisión reflejada en un espejo mejoraba automáticamente la imagen. El único que tuvo éxito con este método fue el peluquero que tenía una gran luna frente a su silla de trabajo. No sabemos si veía mejor, pero se pavoneaba en las noches en la penumbra de su peluquería a la vista de los caminantes. Así las cosas, aquel 20 de Julio de 1969 vimos una mancha blanca (Neil Armstrong) descender de lo que supusimos era la escalerilla del módulo lunar, a la vez que se nos traducía su famosa frase del pasito tun tun. Estuvimos frente a la tele toda la hora que duró la transmisión, viendo imágenes que incitaban nuestra imaginación (más nos valía), narrada por un extraterrestre de ojos saltones y voluminosas orejas que, años después, cuando la señal fue mejor, comprendí que era un famoso locutor con enormes audífonos. Así pasó ese día. Nuestros vecinos los menonitas no creyeron que hubiera sucedido en realidad y yo estuve unos días pensando en la posibilidad de ser astronauta cuando fuera grande. Fue cuando mi papá llegó feliz a la casa con un pliego de celofán ¡amarillo!


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