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Memoria e intimidad


Muchas actividades humanas conllevan el establecimiento de relaciones atípicas entre los prestadores de un servicio y sus receptores. Es común percibir la intimidad que establecen los médicos, los abogados o los psicólogos con sus pacientes y clientes. O la extraña intimidad materialista del fontanero, que va y mete las manos en nuestros excusados, en nuestras regaderas y en otros rincones de acceso restringido de nuestros hogares. Hay actividades que penetran en la intimidad de manera invasiva, en tanto que otras sólo lo hacen colateralmente. En casa nos gusta ver un programa de tatuadores estadunidenses que establecen con sus clientes una rara y efímera intimidad debido al contacto corporal en lugares muy específicos del cuerpo; entre tanto, mientras son tatuados, los clientes explican las razones de su petición y muy frecuentemente explican sus vidas en unos cuantos minutos. Y si no sus vidas, por lo menos el detalle vital que los anima a seguir viviendo, o luchando, o la esperanza de que algo suceda o no vuelva a suceder.

Mi trabajo de entrevistador de personas tiene mucho de eso e, incluso, va más allá, pues no son los cuerpos, ni sucesos traumáticos, ni dolencias o pecados o litigios legales lo que busco extraer de mis entrevistados, sino recuerdos depositados en las memorias individuales, muchas veces largamente ignorados por el hipocampo y súbitamente convocados por un impertinente semidesconocido que llegó a sonsacarlos. Al interrogar a mis informantes, sobre todo si son ancianos, sobre detalles olvidados de sus vidas, una extraña luz en sus miradas me permite percibir un estado anormal de intimidad entre ambos. Ni mejor, ni peor, ni buena ni mala, anormal, porque escapa a la normalidad de una relación entre dos personas de edades desiguales. Se crea un espacio íntimo basado en el recuerdo de sucesos poco recurrentes, definitivamente individuales, muchas de las veces ignorados e, incluso, despreciados por sus seres queridos. “Otra vez mi abuelito con sus historias”.

La intimidad provocada por los recuerdos es sutil pero profunda, quedo yo con una deuda moral al conocer detalles que casi siempre son ocultados a los desconocidos; pero también, frecuentemente destapo una arteria memoriosa de la que fluyen –si mi famosa impertinencia lo permite- no sólo recuerdos verbales e imágenes de tiempos remotos, sino imágenes vivas que los ancianos ven frente a ellos, olores y sonidos que concurren felices o angustiantes y que yo percibo en sus facciones. Recuerdo cómo a doña Mary, en sus noventa y tantos, súbitamente le brotó la griveriana música de Júrame en medio de la plática; o el olor de los moles molidos durante días por una niña esclavizada, Rosita, que ahora era una anciana que no estaba conmigo, sino que estaba allá, en aquella cocina de su tía moliendo y remoliendo las semillas. Desconozco el derecho que tengo para estar ahí pero, al final, todos estamos entre agradecidos y avergonzados. Hay, a partir de ese momento, un extraño vínculo que no es amistad, ni cariño, ni familiaridad. Lo único que queda es esa rara intimidad que hoy me he propuesto describir, sin conseguirlo.

Guardo en mi corazón el sentimiento por esas personas que deciden abrirme sus vidas y quedo en deuda con ellas, pero ignoro sus sentimientos hacia mi persona. No sé si seré recordado como el paciente escucha de sus recuerdos íntimos, o como aquel impertinente que llegó ese día, robó con su electrónica la voz y los recuerdos y se fue para siempre jamás. O tal vez, sin tanto dramatismo, si seré acaso recordado, en cuyo caso ese cuento de la intimidad no es más que eso, puro cuento.


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