Sin ánimo de desdecirme, la foto que presento el día de hoy es la verdaderamente más antigua de la familia, como bien lo recuerda Eva, aunque hay matices en esta aclaración. La foto de mi tatarabuelo Chuchú y su familia de 1908 presentada antes es la foto “física” más antigua, pues cuento con la original, sin embargo, esta borrosa foto que presento hoy corresponde a una litografía de Pedro Bustamante, mi bisabuelo, padre de mi abuela Luz, mamá de mi madre, probablemente de 1885, pues el personaje tiene unos ocho años cuando es tomada esta fotografía. Por desgracia, unos parientes gringos que llegaron a visitar a mi abuelita se la llevaron, no sé de quién se trata, lo único que sé es que nunca volveremos a ver el original.
Sus evidentes defectos de foco se deben a que la he tomado del fondo de una fotografía de mi abuelita Luz declamando una de sus famosas “recitaciones”, creo que la de los lechoncitos, que nos hacía llorar en masa. Atrás de ella se ve parcialmente la litografía de Pedro, toscamente reconstruida por mi, pues mi abuelita la tapa parcialmente. Esta litografía en porcelana, de unos dos kilos de peso, fue rescatada por Mario Rocha en la casa familiar de Yoquivo, en la sierra de Chihuahua cuando, a principios de los años setenta, tuvo que ir a la agencia municipal a solicitar un acta de nacimiento de Luz para que pudiera viajar a San Francisco, California, a visitar a sus hermanas.
El viaje de Mario Rocha Bustamante, que da para una novela a quien recuerde sus detalles –que, por desgracia, no soy yo-, fue una verdadera odisea, pues tomó el camino que mi abuelita recordaba de cincuenta años antes. Tomó el tren, viajó en camiones cargados de troncos de árboles llamados “bolilleros”, en un momento se perdió y anduvo perdido por tres días, caminando por los cerros y llorando como San Francisco de Asís, hasta que encontró un grupo de aventureros que caminaban por la sierra, a los que se unió. Juntos llegaron a Yoquivo, se presentó en la presidencia municipal (tal vez agencia municipal) para pedir permiso de entrar a la casona abandonada, de la que llevaba una gran llave proporcionada por un pariente de mi abuela llamado Ángel Martínez.
“¿Cómo me pide permiso? –le respondió el agente municipal-, pásale, la casa es suya”, y esa noche les organizaron una fiesta de bienvenida. La “casa grande” está en el centro de la población y parcialmente destruida; Mario quedó muy impresionado con las vigas talladas del techo y, en general, con la elegancia y el refinamiento que ni el polvo ni el tiempo habían sido capaces de opacar. Los aventureros tomaron ropa antigua, sacos y chalecos de principios del siglo XX, Mario revisó algunos escritorios en donde había órdenes de fusilamiento firmados por su abuelo Pedro Bustamante, y recopiló algunas fotografías como la mostrada del papá Chuchú y este cuadro enmarcado de la litografía de Pedro niño, de unos cuarenta centímetros por treinta, muy pesado y creo que con una fractura casi invisible que lo atravesaba a lo ancho. Por lo demás, estaba en perfecto estado, se apreciaba el rostro de aquel niño que llegó a ser dueño de vidas y haciendas, como se decía entonces. Pero aquí sólo era un niño con la inconfundible huella de los Bustamante, de piel rosada y mirada triste. Los vagos retazos de recuerdos sobre este señor los escribiré algún día, pues tengo una foto suya, de viejo, caminando por la calle Libertad de la ciudad de Chihuahua pero, como diría la Nana Goya, esa es otra historia.
Mario regresó a Cuauhtémoc por una vía más moderna que el camino de ida, que a todos sorprendió que hubiera tomado. Había transportes, pues. Llegó con sus botas vaqueras destrozadas, sucio, cansado y con un nudo en la garganta, pues la experiencia había sido algo traumática. Fue cuando mi abuela Luz, su madre, expresó una de sus frases más célebres. Cuando le abrió, como síntesis de su preocupación y de haberlo esperado desde hacía varios días, lo único que le dijo fue “¡Qué ingrato eres, hijo!”.
El viaje de Mario Rocha Bustamante, que da para una novela a quien recuerde sus detalles –que, por desgracia, no soy yo-, fue una verdadera odisea, pues tomó el camino que mi abuelita recordaba de cincuenta años antes. Tomó el tren, viajó en camiones cargados de troncos de árboles llamados “bolilleros”, en un momento se perdió y anduvo perdido por tres días, caminando por los cerros y llorando como San Francisco de Asís, hasta que encontró un grupo de aventureros que caminaban por la sierra, a los que se unió. Juntos llegaron a Yoquivo, se presentó en la presidencia municipal (tal vez agencia municipal) para pedir permiso de entrar a la casona abandonada, de la que llevaba una gran llave proporcionada por un pariente de mi abuela llamado Ángel Martínez.
“¿Cómo me pide permiso? –le respondió el agente municipal-, pásale, la casa es suya”, y esa noche les organizaron una fiesta de bienvenida. La “casa grande” está en el centro de la población y parcialmente destruida; Mario quedó muy impresionado con las vigas talladas del techo y, en general, con la elegancia y el refinamiento que ni el polvo ni el tiempo habían sido capaces de opacar. Los aventureros tomaron ropa antigua, sacos y chalecos de principios del siglo XX, Mario revisó algunos escritorios en donde había órdenes de fusilamiento firmados por su abuelo Pedro Bustamante, y recopiló algunas fotografías como la mostrada del papá Chuchú y este cuadro enmarcado de la litografía de Pedro niño, de unos cuarenta centímetros por treinta, muy pesado y creo que con una fractura casi invisible que lo atravesaba a lo ancho. Por lo demás, estaba en perfecto estado, se apreciaba el rostro de aquel niño que llegó a ser dueño de vidas y haciendas, como se decía entonces. Pero aquí sólo era un niño con la inconfundible huella de los Bustamante, de piel rosada y mirada triste. Los vagos retazos de recuerdos sobre este señor los escribiré algún día, pues tengo una foto suya, de viejo, caminando por la calle Libertad de la ciudad de Chihuahua pero, como diría la Nana Goya, esa es otra historia.
Mario regresó a Cuauhtémoc por una vía más moderna que el camino de ida, que a todos sorprendió que hubiera tomado. Había transportes, pues. Llegó con sus botas vaqueras destrozadas, sucio, cansado y con un nudo en la garganta, pues la experiencia había sido algo traumática. Fue cuando mi abuela Luz, su madre, expresó una de sus frases más célebres. Cuando le abrió, como síntesis de su preocupación y de haberlo esperado desde hacía varios días, lo único que le dijo fue “¡Qué ingrato eres, hijo!”.
Recuerdo muy bien el cuadro de porcelana del bisabuelo Pedro, que nos miró por años en la sala de la casa de la abuela Luz. Lamento no haberlo hurtado.
ResponderEliminarTe viste lento, mi buen.
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