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Los intelectuales


¿Cuánto debemos ganar los intelectuales por nuestro trabajo? Bueno, ahí es donde entran los asegúnes, pues depende del país en el que vivas. Pero, digamos, en México. Y peor aún, en la llevada y traída provincia mexicana, pues una cosa son los precios de los productos intelectuales en el DF y otra, muy distinta, en las coloridas provincias, que mucha gente critica que se les llame así, provincias, pero tanto etimológica como políticamente es así. Vivimos en provincias (pro-vencere, etcétera). Lo cierto es que por angas o mangas del destino terminé junto a muchos familiares y amigos por aprender a hacer, no muebles de madera preciosa o barata con qué cubrir las necesidades del hogar, no arreglos de fontanería por donde todos los seres vaciamos nuestros desechos; no el arreglo de electrodomésticos, ni litigios legales, ni arreglos de cuerpos, ni contabilidades, ni amalgamas de dientes, ni nada práctico que se te pueda ocurrir. Aprendimos a hacer productos intelectuales y mediáticos como guiones, investigaciones históricas, análisis y proyectos. Objetos bastante incomprensibles para el mortal común y con un mercado francamente deprimido en los últimos tiempos. He explotado esas breves habilidades para dar clases en universidades y hacer un par de libros que pude colocar más por suerte que por méritos. Y lo peor: en mi medio siglo de vida no sé hacer muchas cosas más. Ahora desarrollo una investigación llamada Cien años de recuerdos poblanos que intento vender para el festejo del centenario de la Revolución el siguiente año. El problema es que es un objeto laborioso de abundantes matices históricos, lingüísticos y antropológicos que hablan, no sólo de recuerdos, sino de lenguajes y formas de ver el mundo a través de las generaciones. Lo inicié el año pasado porque calculé, adecuadamente, que necesitaba unos dos años para terminarlo. Y tan es así que, un año después, voy a la mitad. Terminé el capítulo 4 hasta 1950. Incluye no sólo testimonios de la gente, sino investigación histórica en fuentes primarias (Archivo Municipal), contextos nacional e internacional y aclaraciones de todo tipo, perfectamente referenciados en citas y notas. ¿Cuánto debo pretender por este trabajo?, me pregunté. Bueno, digamos que debo pretender lo que me cuesta vivir en una economía colapsada como la nuestra, que no es mucho, pero por lo visto tampoco es poco. Según mis números necesito veinte mil pesos para solventar los gastos generales de mi hogar: casa, comida, servicios, escuela de las niñas (señoritas, debo aclarar), transporte y párale de contar. Olvídate de vacaciones, ropa, médicos, aunque tal vez con ese dinero pueda hacerse una cosa a la vez, alternadamente. Mis dos años de trabajo arrojan una cantidad alta, pero tal vez no si consideramos que son dos años de trabajo: cuatrocientos ochenta mil pesos, más IVA. “Es mucho”, considero de inmediato, nadie me los va a dar. Bueno, ajustemos un poco. Digamos que voy a cobrar sólo veinte meses, es decir, cuatrocientos mil. Suena bien, redondo, aunque el IVA viene a meter ruido a la cifra.

Hoy en la mañana hice la exposición de mi proyecto a una amable funcionaria del Ayuntamiento –no sólo amable: culta, pues es escritora ella misma-, todo fue muy bien hasta que llegamos al espinoso asunto de los emolumentos. Con malabares verbales pude expresar finalmente la cifra. Cuando por fin pude despertarla de su desmayo me explicó que esa cantidad era superior al presupuesto anual de su departamento, que si bien yo podía quejarme de lo mal pagado que estaba el trabajo intelectual, no tenía idea de la categoría económica que la cultura merece a los gobiernos de los tres niveles en México. Por desgracia sí tenía idea, aunque no se lo dije. Tal vez le sorprendió a ella mi tranquilidad ante su súbito desmayo. Iba preparado para ello (llevaba una botellita de alcohol y un pedazo de algodón) y apenas si yo mismo noté un breve sobresalto en mi músculo cigomático (aunque mi párpado inferior derecho comenzó a brincar imperceptiblemente), le dije que era hora de ser creativos, etcétera, etcétera. Estaba preparado, pero no tanto. ¿Cuánto debemos osar pedir los obreros intelectuales por el pago de nuestro trabajo? Esa fue mi reflexión mientras manejaba el Tsuru 1992 hacia mi casa. Al llegar a mi barrio había tomado una decisión: tenía que bajarle la espuma a mi licuado. Auxiliado por mi silenciosa Malú –que puede parecer que no, pero me ayuda mucho en mis decisiones-, la tabla registradora comenzó a descender como el precio del dólar en un sueño de Cartens: 12.50… 10… 9.50… Mis números eran un poco mayores, pero descendían igual: 350, 290, 250… ahí voy. Ahora estoy casi convencido de que mis aires de diputado, futbolista o juez de la suprema corte eran una insensata quimera. ¡Cuatrocientos…, pues ¿en qué país crees que vives?! “Perdón, siñor, perdón…” Me gustaría que alguien me despertara, o bien, que me explicara cómo viene un fontanero a acariciar una valvulita de la bomba de agua –que ni siquiera cambia- y me cobra mil pesos. No, los intelectuales en este país no deben cobrar, de preferencia, pues ¿para qué quieren cobrar esos holgazanes?



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