Si la memoria no me falla, hoy, hace 21 años, murió Mario Rocha Bustamante, aunque esa acumulación de ochos me hace desconfiar de mi memoria (8 del 8 del 88), pues es un rasgo distintivo que sería difícil pasar por alto. No importa, realmente. Lo importante es recordar a Mario, que hace apenas unos días salió a colación por el rescate de unas fotografías familiares en lo profundo de la sierra chihuahuense. Hace 21 años Mario llegó a nuestra casa en la calle de Chiapas de la colonia Roma de la ciudad de México y, en plena sobremesa, tuvo un ataque de ciática que lo dobló de dolor. Como pudimos lo acostamos en una recámara desocupada y ahí estuvo los siguientes veinte días, postrado en el grito. De ahí salió al hospital en donde fue operado para destrabarle el nervio que estaba comprimido entre dos vértebras. Después murió de septicemia, derivada de una exótica plaga apenas conocida en nuestro país, que después todos conocimos como síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Acababa de cumplir 42 años.
Mi tío Mario, hermano menor de mi mamá, once años mayor que yo, era un ser extraordinario. Sus historias tenían la magia tragicómica de las grandes narraciones. No perdía el hilo, ni la calma, aunque la audiencia estuviera tirada revolcándose de risa. Era capaz de transformar una historia común y corriente en una entretenida odisea. Aunque también había vivido odiseas verdaderas, como en el terremoto de 1985, donde fue uno de los salvadores de las mujeres de su oficina en el octavo piso, cuando las escaleras se derrumbaron y hubo que ingeniárselas para ayudarlas a descender a través de los escombros desde esas alturas.
Es indudable que su muerte nos dejó un vacío irreparable.
Mi tío Mario, hermano menor de mi mamá, once años mayor que yo, era un ser extraordinario. Sus historias tenían la magia tragicómica de las grandes narraciones. No perdía el hilo, ni la calma, aunque la audiencia estuviera tirada revolcándose de risa. Era capaz de transformar una historia común y corriente en una entretenida odisea. Aunque también había vivido odiseas verdaderas, como en el terremoto de 1985, donde fue uno de los salvadores de las mujeres de su oficina en el octavo piso, cuando las escaleras se derrumbaron y hubo que ingeniárselas para ayudarlas a descender a través de los escombros desde esas alturas.
Es indudable que su muerte nos dejó un vacío irreparable.
... y la audiencia siempre estaba tirada revolcándose de la risa. Era una maravilla.
ResponderEliminarMe hiciste recordar que nos llevó a mi mamá y a mi a ver los restos del edificio donde había pasado el temblor. No podía creer que hubieran salido de ahi en una pieza.
Ah, y estoy de acuerdo en que la fecha no importa, pero creo que fue el 8 de julio.
Sabía que era un 8
ResponderEliminarMi querido Polo: La imagen de Mario nos hace reflexionar sobre el tránsito irreversible en la existencia. Te saludo con el afecto de siempre.
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