Hace 42 años, en la casa de mis primos los Portillo, me encontré una revista Alarma, que era una publicación semanal dedicada a crímenes de todo tipo. En la portada, casi del tamaño de la propia revista, estaba una foto del Che Guevara asesinado. Fue la primera vez que supe de él. La foto del Che recordaba la de Emiliano Zapata cuando fue asesinado en Chinameca y exhibido ante su gente. Tenía los ojos abiertos y la mirada vidriosa, sin vida, posada en el más allá. Estaba acostado, con la cabeza levemente levantada, sin camisa, descalzo, con un pantalón oscuro sucio y hecho bola. En ese momento no imaginé la importancia que ese personaje iba a tener en mi vida.
En unos cuántos años supe del Che. En la secundaria ya estaba convertido en uno de los íconos favoritos de mi incipiente prurito artesanal y lo reproduje en infinidad de materiales: plastilina, tela, lámina; lo dibujé centenares de veces al grado de que me salía sin copiarlo. Claro, no era el Che muerto de la foto, sino el Che de Korda, que desde entonces y hasta la fecha podemos ver en toda clase de playeras y suvenirs, sobre todo cubanos. Lo reproduje en una chamarra de mezclilla y, posteriormente, compré en El Paso, Texas (hazme el pelotudo favor) una reproducción de plástico hinchadito sensacional, de color rojo. Y por esos años, en la única librería de mi pueblo, compré un libro del Che donde contaba la odisea del Granma, la desastrosa llegada a Cuba, sus ataques de asma y los años de la Sierra Maestra. A raíz de esa lectura interpreté al Che en la única incursión teatral en un ensayo del grupo preparatoriano de teatro, con tan mala fortuna, que nunca más me pidieron volver a hacerlo. No me parecía mucho al Che, pero tenía una vasca negra a la que le pegué una estrellita. En realidad no me parecía absolutamente en nada salvo, quizás, que mi abuelita, cuando se emocionaba, hablaba como argentina. Claro, es una difusa coincidencia.
Con el tiempo, el Che pasó de moda, por lo menos en mi vida, aunque nunca desaprovechábamos la oportunidad que nos daba una guitarra acompañada de un buen ron, para entonar, con las venas henchidas en el cuello, aquellos versos clásicos de Carlos Puebla: “Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia, de tu querida presencia Comandante Che Guevara...” que, escuchada en el coro no dejaba de tener el vigor de una letanía religiosa.
En los últimos años leí las reseñas de las muchas biografías que se publicaron sobre el Che, creo que por su cuarenta aniversario, pero no me dieron ganas de leer ninguna. Ya había tenido a mi Ché, había tenido Che para rato, no me dieron ganas de leer los intersticios positivos de su vida ni tampoco los negativos. Mi suegro, Luis Méndez, a quien llamábamos el Ingeniero, conoció al Che y negoció con él la expropiación de una planta de baños y azulejos en la Habana inaugurada en 1958. Fueron juntos a ver la fábrica y estuvieron varias veces reunidos en las oficinas del Banco de Cuba, que dirigía el Che. ¿Cómo era, ingeniero?, lo interrogué ávido de una opinión inédita sobre el famoso guerrillero. Para mi desazón la obtuve: “era un tipo amable, común y corriente; muy callado, tímido e inseguro”. La negociación fue un éxito para mi suegro, les pagaron una cantidad mayor a la que los mexicanos habían previsto. Esa fue la última imagen interesante del Che, a quien mataron un día como hoy de 1967.
En unos cuántos años supe del Che. En la secundaria ya estaba convertido en uno de los íconos favoritos de mi incipiente prurito artesanal y lo reproduje en infinidad de materiales: plastilina, tela, lámina; lo dibujé centenares de veces al grado de que me salía sin copiarlo. Claro, no era el Che muerto de la foto, sino el Che de Korda, que desde entonces y hasta la fecha podemos ver en toda clase de playeras y suvenirs, sobre todo cubanos. Lo reproduje en una chamarra de mezclilla y, posteriormente, compré en El Paso, Texas (hazme el pelotudo favor) una reproducción de plástico hinchadito sensacional, de color rojo. Y por esos años, en la única librería de mi pueblo, compré un libro del Che donde contaba la odisea del Granma, la desastrosa llegada a Cuba, sus ataques de asma y los años de la Sierra Maestra. A raíz de esa lectura interpreté al Che en la única incursión teatral en un ensayo del grupo preparatoriano de teatro, con tan mala fortuna, que nunca más me pidieron volver a hacerlo. No me parecía mucho al Che, pero tenía una vasca negra a la que le pegué una estrellita. En realidad no me parecía absolutamente en nada salvo, quizás, que mi abuelita, cuando se emocionaba, hablaba como argentina. Claro, es una difusa coincidencia.
Con el tiempo, el Che pasó de moda, por lo menos en mi vida, aunque nunca desaprovechábamos la oportunidad que nos daba una guitarra acompañada de un buen ron, para entonar, con las venas henchidas en el cuello, aquellos versos clásicos de Carlos Puebla: “Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia, de tu querida presencia Comandante Che Guevara...” que, escuchada en el coro no dejaba de tener el vigor de una letanía religiosa.
En los últimos años leí las reseñas de las muchas biografías que se publicaron sobre el Che, creo que por su cuarenta aniversario, pero no me dieron ganas de leer ninguna. Ya había tenido a mi Ché, había tenido Che para rato, no me dieron ganas de leer los intersticios positivos de su vida ni tampoco los negativos. Mi suegro, Luis Méndez, a quien llamábamos el Ingeniero, conoció al Che y negoció con él la expropiación de una planta de baños y azulejos en la Habana inaugurada en 1958. Fueron juntos a ver la fábrica y estuvieron varias veces reunidos en las oficinas del Banco de Cuba, que dirigía el Che. ¿Cómo era, ingeniero?, lo interrogué ávido de una opinión inédita sobre el famoso guerrillero. Para mi desazón la obtuve: “era un tipo amable, común y corriente; muy callado, tímido e inseguro”. La negociación fue un éxito para mi suegro, les pagaron una cantidad mayor a la que los mexicanos habían previsto. Esa fue la última imagen interesante del Che, a quien mataron un día como hoy de 1967.
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