Hace cuarenta años el amanecer de este día era especial únicamente para mí. Tenía asegurado un modesto pero lucrativo negocio: explotar el nombre de mi abuelito, que era igual al mío, con motivo del día de San Leopoldo. 15 de noviembre sonaba a monedas, nunca regalos grandes como en los cumpleaños o la navidad. No, este era un festejo casi secreto, que hábilmente comunicaba a mis corresponsales de la nostalgia para aflojarles unas monedas de mendicidad familiar. Mis papás, mi abuela –viuda de Leopoldo, ni más ni menos-, dos o tres tías y hasta el acaudalado telegrafista que trabajaba con mis papás, eran los parroquianos de mi lista. Con paciencia de comerciante, desayunaba lo de siempre, medio me lavaba y me iba a perseguir mis fines, casa por casa. “Tía, hoy es día de mi santo”; “abuelita…”, etc. Mi mamá tenía tanta conciencia de mis afanes que me despertaba con un diego. Sablear a mi papá era más complicado, pero terminaba lográndolo. El resto de mis clientes eran pan comido, me presentaba, decía la frase mágica y, un minuto después, salía con mi diego. Diez pesos era la tarifa aceptable y no recuerdo ninguna decepción. El botín a final de la mañana era de sesenta o setenta pesos, una fortuna. Mi primera incursión era a una tienda Conasupo en donde vendía latitas de leche condensada de a peso. Magnánimo, era capaz de invitar a uno o dos de mis primos. Agujerábamos las latas con un clavo y una piedra y la disfrutábamos tirados en el pastito del jardín hasta que roncaba de vacía.
Una vez que me deshacía de mis primos –no era para tanto-, me encaminaba invariablemente al único sitio en donde estaba dispuesto a dilapidar todas mis ganancias: la papelería América, la única papelería decente del pueblo que contaba con un surtido a la altura de mis ambiciones. Ahí sí, cada peso se iba volando en la forma de un tubito de óleo, lápices, carboncillos (“el block de dibujo ¿cuánto?”, 16 pesos. “¿Y ese?” Doce), siempre salía con una o dos libretas de dibujo, en particular una cuyas hojas venían en un bastidor que se despegaban con un cuchillo. Me encantaban ésas. Y de cajón, el resto de mi dinero en plastilina: ocho, nueve o diez barras de plastilina generalmente de un mismo color. Mis compras eran empaquetadas en sendas bolsas que yo cargaba orgulloso y ansioso hasta la mesa de la cocina, donde iniciaba el verdadero carnaval.
Los siguientes días de noviembre transcurrían raudos. Mis tardes eran solitarias, silenciosas, amenizadas apenas con el ritmo de mi respiración y el histórico ruido de mi cerebro que, hoy por hoy, es lo único que conservo.
Una vez que me deshacía de mis primos –no era para tanto-, me encaminaba invariablemente al único sitio en donde estaba dispuesto a dilapidar todas mis ganancias: la papelería América, la única papelería decente del pueblo que contaba con un surtido a la altura de mis ambiciones. Ahí sí, cada peso se iba volando en la forma de un tubito de óleo, lápices, carboncillos (“el block de dibujo ¿cuánto?”, 16 pesos. “¿Y ese?” Doce), siempre salía con una o dos libretas de dibujo, en particular una cuyas hojas venían en un bastidor que se despegaban con un cuchillo. Me encantaban ésas. Y de cajón, el resto de mi dinero en plastilina: ocho, nueve o diez barras de plastilina generalmente de un mismo color. Mis compras eran empaquetadas en sendas bolsas que yo cargaba orgulloso y ansioso hasta la mesa de la cocina, donde iniciaba el verdadero carnaval.
Los siguientes días de noviembre transcurrían raudos. Mis tardes eran solitarias, silenciosas, amenizadas apenas con el ritmo de mi respiración y el histórico ruido de mi cerebro que, hoy por hoy, es lo único que conservo.
Por lo visto la afición por al leche condensada está bien metida en los genes familiares. No es la primera historia que escucho al respecto. ¡Feliz santo atrasado!.
ResponderEliminarDe haberlo sabido, querido Polo, te hubiera felicitado el 15, je.
ResponderEliminarGracias, pero confieso que ya no me confieso. Su cariño lo recibo igual.
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