El 19 de julio de 1979 triunfa la revolución Sandinista en Nicaragua. Este día los “muchachos”, como les llama la gente, entran a la capital de un país destrozado, aunque libre.
Cuando llegué al DF en agosto de 1976 conocí a guerrilleros sandinistas que después llegarían a ser importantes cuadros del gobierno de la Revolución. Ellos eran amigos de mis hermanos y se trataba de gente amable y agradecida por el apoyo de los mexicanos. Por esa razón este día de tres años después festejamos ruidosamente el triunfo de los sandinistas y la caída del odioso tirano, seguramente compramos algunas botellas de ron y seguramente terminamos hasta atrás, de acuerdo a una costumbre fuertemente arraigada por aquella época.
Los sandinistas llegaron a poder y ante todo fueron desconcertantes, pues de la enorme organización social que lograron formar en los años de lucha, la ayuda de internacionalistas que se volcaron sobre su geografía para aportar su experiencia en la formación de cuadros productivos y la capacitación de un pueblo ávido de cambios verdaderos; a pesar de la presencia de valores morales como el poeta Ernesto Cardenal y Tomás Borge, pasaron los años sin pena ni gloria y los nicaragüenses siguieron rumiando su pobreza y su atraso. Claro, los “contras” de Ronald Reagan tampoco ayudaron mucho a la situación.
A 34 años de aquella fiesta la situación de Nicaragua no podría ser más inquietante y desastrosa. Una nación empobrecida, una revolución abortada y un liderazgo revolucionario envilecido por la corrupción, la perpetuación y la apatía por las condiciones de su pueblo. Los “muchachos” son ahora ancianos con destinos dispares.
Hoy, Daniel Ortega gobierna en solitario al amparo de su inefable esposa. Es acusado de horrendos crímenes privados y públicos. Nicaragua dejó de ser el faro de la esperanza centroamericana para convertirse en una patria bananera que tanto lucharon por dejar de ser.
Cuando llegué al DF en agosto de 1976 conocí a guerrilleros sandinistas que después llegarían a ser importantes cuadros del gobierno de la Revolución. Ellos eran amigos de mis hermanos y se trataba de gente amable y agradecida por el apoyo de los mexicanos. Por esa razón este día de tres años después festejamos ruidosamente el triunfo de los sandinistas y la caída del odioso tirano, seguramente compramos algunas botellas de ron y seguramente terminamos hasta atrás, de acuerdo a una costumbre fuertemente arraigada por aquella época.
Los sandinistas llegaron a poder y ante todo fueron desconcertantes, pues de la enorme organización social que lograron formar en los años de lucha, la ayuda de internacionalistas que se volcaron sobre su geografía para aportar su experiencia en la formación de cuadros productivos y la capacitación de un pueblo ávido de cambios verdaderos; a pesar de la presencia de valores morales como el poeta Ernesto Cardenal y Tomás Borge, pasaron los años sin pena ni gloria y los nicaragüenses siguieron rumiando su pobreza y su atraso. Claro, los “contras” de Ronald Reagan tampoco ayudaron mucho a la situación.
A 34 años de aquella fiesta la situación de Nicaragua no podría ser más inquietante y desastrosa. Una nación empobrecida, una revolución abortada y un liderazgo revolucionario envilecido por la corrupción, la perpetuación y la apatía por las condiciones de su pueblo. Los “muchachos” son ahora ancianos con destinos dispares.
Hoy, Daniel Ortega gobierna en solitario al amparo de su inefable esposa. Es acusado de horrendos crímenes privados y públicos. Nicaragua dejó de ser el faro de la esperanza centroamericana para convertirse en una patria bananera que tanto lucharon por dejar de ser.
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