Los últimos días de octubre de 1966 mi abuelo Leopoldo agonizó en el hospital Palmore de la ciudad de Chihuahua. Aída, mi madre, estaba embarazada de Alejandro y un cometa de nombre numérico se vio todas esas madrugadas, de dos veces el tamaño de la luna llena.
Mi abuelo Leopoldo es, sin duda, el personaje más interesante de mi familia antigua. Hombre poliédrico, habilidoso, tejió alrededor de su vida un muro de mitos custodiado celosamente por sus muchas mujeres, Luz y sus hijas que lo amaban hasta la inconsecuencia, sin reservas ni medidas. Aunque en ese amor desmedido sólo piense en el amor de Aída y, por supuesto, en el de su amada Luz.
Hablar de mi abuelo Leopoldo es un ejercicio complicado como el personaje mismo. Un hombre polifacético y tempestuoso. Tiene uno que tomarlo con pinzas. Leyendo ahora parte de la nueva biografía de García Márquez del escritor Gerald Martin y el duelo de su abuelo Gabriel en 1908, puedo recordar cómo mi padre me contó el día en que mi abuelo Leopoldo, en compañía suya –o al revés: él acompañando a su suegro a una pelea de gallos-, tuvo una discusión con un hombre, se dijeron de palabras y el sujeto mostró un arma que llevaba en la cintura. Mi abuelo le hizo saber que él iba desarmado pero, que si esperaba unos minutos, volvería de su casa armado y estarían en igualdad de circunstancias. Y así fue. Con mi papá siguiéndole el paso y tratando de convencerlo de que no valía la pena la pelea, mi abuelito entró a su recámara, abrió el clóset y sacó una pistola que en unos segundos cargó y se fajó en el cinto. “Vamos”, le dijo a mi atribulado padre, que lo siguió con semblante desencajado. Su rival, al verlo llegar perfectamente decidido a rifarse la vida a balazos, súbitamente cambió de humor y lo conminó a apaciguarse. No era la única historia.
Hay una en especial que me impresionó de niño y me sigue impresionando en la adultez sobre la valentía de mi abuelo. En la década de los veinte, viajando en el ferrocarril, un militar, de esos que acababan de hacerse del poder tras la reciente lucha armada, iba despotricando a grito pelado aventuras amorosas a sus divertidos compinches ante la incomodidad general de los señores que, como mi abuelo, iban acompañados de sus esposas e hijas. Muy pronto las soeces palabras de aquel capitán colmaron la paciencia de mi abuelo, que por supuesto era consciente de que sus reclamos podrían costarle la vida en ese mismo momento. Pero se paró, enfrentó al militar y le dijo que hiciera el favor de callarse, pues él iba acompañado de su esposa y su vocabulario era inadmisible. El militar se paró de su asiento y, en tono provocador, le dijo: “y quién es el valiente que se atreve a mandarme callar”. Mi abuelo tragó saliva y se despidió con la mirada de mi abuela, que lo jalaba de la mano. Y antes de decir su nombre, atrás del militar, del lado derecho y del izquierdo, aparecieron las voces de otros hombres que, como mi abuelo, iban tan incómodos como él y que respondieron al unísono: “nosotros”. Como la unión hacer la fuerza, el militar supo que no podría contra todos, se sentó de malhumor y se mantuvo callado el resto del camino.
El día que yo tuve la oportunidad de hacer callar a un hocicón de esos no lo hice, por cobarde. Comprendí esa noche que no tenía las agallas de mi abuelo. Claro, el evento nunca revistió la peligrosidad del tren, pues en la taquería aquella era un mozalbete con sus amigos despotricando con sus aventuras amorosas en el lenguaje más soez, para incomodidad de los parroquianos y sus señoras. Yo estaba solo, pero la incomodidad me llegó con la misma intensidad. Estuve a punto de callarlo, pero en realidad estaba defendiendo el presunto honor de mis oídos, bastante poco honorables. Tras un interminable taco y luego otro, que se nos atoró en el gaznate, por fin un ofendido novio alzó la voz, a la que secundamos todos con miradas desafiantes. Como era de esperarse, el joven alcoholizado lo retó, lo amenazó y lo insultó hasta que el taquero –por qué no reaccionó antes, digo-, armado con tremendo cuchillo, ordenó al rijoso a retirarse y pudimos enredarnos en paz con nuestro último taco. Me acordé de mi abuelo, que simplemente se hubiera levantado de su asiento, hubiera ido hasta aquel impertinente y le hubiera propinado un derechazo en la mandíbula que seguramente lo dejaría tirado en la banqueta. Como ocurrió con aquel otro impertinente que tocó a la puerta de su casa mientras mi abuelo cenaba en la cocina. Mi tía Norma, adolescente, abrió. Mi abuelo escuchó que discutía con alguien. Un hombre insistía en que era la casa de un desconocido al que andaba buscando. Mi abuelo se levantó, cruzó el pasillo que separaba la cocina de la puerta, y antes de que Norma terminara de informarle que el señor buscaba a un desconocido, el hombre estaba inconsciente en media calle.
Ese era mi abuelo.
Mi abuelo Leopoldo es, sin duda, el personaje más interesante de mi familia antigua. Hombre poliédrico, habilidoso, tejió alrededor de su vida un muro de mitos custodiado celosamente por sus muchas mujeres, Luz y sus hijas que lo amaban hasta la inconsecuencia, sin reservas ni medidas. Aunque en ese amor desmedido sólo piense en el amor de Aída y, por supuesto, en el de su amada Luz.
Hablar de mi abuelo Leopoldo es un ejercicio complicado como el personaje mismo. Un hombre polifacético y tempestuoso. Tiene uno que tomarlo con pinzas. Leyendo ahora parte de la nueva biografía de García Márquez del escritor Gerald Martin y el duelo de su abuelo Gabriel en 1908, puedo recordar cómo mi padre me contó el día en que mi abuelo Leopoldo, en compañía suya –o al revés: él acompañando a su suegro a una pelea de gallos-, tuvo una discusión con un hombre, se dijeron de palabras y el sujeto mostró un arma que llevaba en la cintura. Mi abuelo le hizo saber que él iba desarmado pero, que si esperaba unos minutos, volvería de su casa armado y estarían en igualdad de circunstancias. Y así fue. Con mi papá siguiéndole el paso y tratando de convencerlo de que no valía la pena la pelea, mi abuelito entró a su recámara, abrió el clóset y sacó una pistola que en unos segundos cargó y se fajó en el cinto. “Vamos”, le dijo a mi atribulado padre, que lo siguió con semblante desencajado. Su rival, al verlo llegar perfectamente decidido a rifarse la vida a balazos, súbitamente cambió de humor y lo conminó a apaciguarse. No era la única historia.
Hay una en especial que me impresionó de niño y me sigue impresionando en la adultez sobre la valentía de mi abuelo. En la década de los veinte, viajando en el ferrocarril, un militar, de esos que acababan de hacerse del poder tras la reciente lucha armada, iba despotricando a grito pelado aventuras amorosas a sus divertidos compinches ante la incomodidad general de los señores que, como mi abuelo, iban acompañados de sus esposas e hijas. Muy pronto las soeces palabras de aquel capitán colmaron la paciencia de mi abuelo, que por supuesto era consciente de que sus reclamos podrían costarle la vida en ese mismo momento. Pero se paró, enfrentó al militar y le dijo que hiciera el favor de callarse, pues él iba acompañado de su esposa y su vocabulario era inadmisible. El militar se paró de su asiento y, en tono provocador, le dijo: “y quién es el valiente que se atreve a mandarme callar”. Mi abuelo tragó saliva y se despidió con la mirada de mi abuela, que lo jalaba de la mano. Y antes de decir su nombre, atrás del militar, del lado derecho y del izquierdo, aparecieron las voces de otros hombres que, como mi abuelo, iban tan incómodos como él y que respondieron al unísono: “nosotros”. Como la unión hacer la fuerza, el militar supo que no podría contra todos, se sentó de malhumor y se mantuvo callado el resto del camino.
El día que yo tuve la oportunidad de hacer callar a un hocicón de esos no lo hice, por cobarde. Comprendí esa noche que no tenía las agallas de mi abuelo. Claro, el evento nunca revistió la peligrosidad del tren, pues en la taquería aquella era un mozalbete con sus amigos despotricando con sus aventuras amorosas en el lenguaje más soez, para incomodidad de los parroquianos y sus señoras. Yo estaba solo, pero la incomodidad me llegó con la misma intensidad. Estuve a punto de callarlo, pero en realidad estaba defendiendo el presunto honor de mis oídos, bastante poco honorables. Tras un interminable taco y luego otro, que se nos atoró en el gaznate, por fin un ofendido novio alzó la voz, a la que secundamos todos con miradas desafiantes. Como era de esperarse, el joven alcoholizado lo retó, lo amenazó y lo insultó hasta que el taquero –por qué no reaccionó antes, digo-, armado con tremendo cuchillo, ordenó al rijoso a retirarse y pudimos enredarnos en paz con nuestro último taco. Me acordé de mi abuelo, que simplemente se hubiera levantado de su asiento, hubiera ido hasta aquel impertinente y le hubiera propinado un derechazo en la mandíbula que seguramente lo dejaría tirado en la banqueta. Como ocurrió con aquel otro impertinente que tocó a la puerta de su casa mientras mi abuelo cenaba en la cocina. Mi tía Norma, adolescente, abrió. Mi abuelo escuchó que discutía con alguien. Un hombre insistía en que era la casa de un desconocido al que andaba buscando. Mi abuelo se levantó, cruzó el pasillo que separaba la cocina de la puerta, y antes de que Norma terminara de informarle que el señor buscaba a un desconocido, el hombre estaba inconsciente en media calle.
Ese era mi abuelo.
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