Por todos los flancos los habitantes de Puebla nos hemos ido enterando de los planes del nuevo gobierno del estado para desaparecer la secretaría de cultura e integrar su administración a la secretaría de educación publica en forma de Consejo. El consenso de los hacedores y promotores de cultura en la capital del Estado ha sido rechazar esa opción, dado que la SEP tiene muchos otros pendientes que atender (un millón 420 mil personas en rezago educativo, según el Coneval; 441 mil 600 adultos que no saben leer y escribir en 2005, de acuerdo al INEGI), no parece factible que la primera SEP no priísta en el estado de Puebla pueda acometer con éxito esa cantidad de rezagos y, además, ocuparse de la cultura. En todo caso, si igual va a desaparecer la secretaría de cultura como tal, por qué no pensar en unirla a otro fantasma que vuela en el ambiente administrativo como un alma en pena, la secretaría de turismo, tan relacionada a la cultura en un estado de tanta riqueza colonial, cultural y natural como Puebla.
Con todo, me parece irrelevante en dónde esté situada la administración cultural de un gobierno si, con estatus o sin él, no tiene claros sus propósitos rectores y sigue dando tumbos entre el congraciamiento político y la indiferencia a la cultura de su sociedad.
El territorio cultural es especulativo y su apreciación tiende a ser arbitraria o parcial, casi siempre. Es decir, hay muchas formas de medirla. Ahora, en la hornada de su sexto informe de gobierno vemos en los promocionales del gobernador Marín la apreciación de “su obra” cultural representada por el remozamiento de tres o cuatro museos, una banda de música y un proyecto con TV Azteca, con una inversión de muchos millones. Tiene sus razones para verlo así, pero el resto de los poblanos pudimos apreciar una ausencia notable de administración cultural en su sexenio, que de no haber sido por la presencia del talentoso Helio Huesca hubiera pasado en blanco, sin pena, sin gloria, sin nada. ¿Qué diferencia habría existido si en lugar de secretaría la administración pública de la cultura hubiera estado a cargo de un consejo? Ninguna, pienso yo, excepto que el consejo habría costado mucho menos.
Hay, sin embargo, un trauma psicológico en la desaparición de la primera secretaría cultural en la historia de los estados mexicanos que afecta a la conciencia colectiva, que ofende a muchos, que preocupa a otros, que desemplea a muchos más, pero creo que la discusión está en otra parte.
Como ocurre en el turismo, la cultura poblana se realiza más allá de la administración operativa del gobierno. Frente a la parálisis oficial de la cultura en este y otros sexenios, la cultura poblana siguió sus derroteros porque es un fenómeno social vivo que no se puede detener ante la ineficacia o la insolencia de quienes pueden protegerla y estimularla.
La cultura social marcha de cualquier manera y los gobiernos pueden subirse a su tren o quedarse parados en la sala de espera de la estación colonial en la que habitan durante seis años. Acudiendo a los teóricos, la cultura popular debe entenderse como un conjunto de placeres y experiencias que se realiza y evoluciona permanentemente (Canclini), que nunca obedece a una sola razón, pues, cuando se consuma, ya está conectada a todos los factores que la constituyen. Y es decisión de los gobiernos subirse o no a ese tren, para insistir en la metáfora ferrocarrilera, pues hablando de cultura no existen los “lados” que apreciamos en la política: izquierdas, derechas, centros, sino que está situada en lo que Stuart Hall llama una visión de controversia estratégica, donde hay posiciones para ganar culturalmente pero no hay bandos definidos, pues todos marchan con alguna clase de desconcierto hacia delante, con base en las experiencias, los placeres, los recuerdos, las tradiciones de la gente. O Claudio Lobeto: Subculturas alternativas y marginadas, autoexcluidas o integradas, manifestaciones reivindicatorias o el mero consumo televisivo, contraculturas y arte indígena, se atraviesan en continuo movimiento, resultando en una dinámica en la que la cultura popular también se reconstruye y deconstruye a cada instante.
Esta discusión la llevé a la mesa de la Cacrep (que no es una fábrica de galletas sino Comisión de planeación y apoyo a la creación popular que reunía a todas las instancias: federales, estatales, municipales y civiles para presuntamente discutir la aplicación de recursos a la cultura popular), en alguna de las tres veces que formé parte de su consejo como ciudadano honorífico y topé con pared. Demasiado intelectual, nadie fue capaz de leer las diez paginitas que preparé. Mi intención era revisar –no anular- el otorgamiento de las becas Pacmyc, con abundantes vicios, pero no fue posible siquiera iniciar alguna discusión. Fue como si hubiera ido a la Catedral a intentar modificar los mandamientos. Pero aun creo que la discusión de la cultura debe venir por ahí, observar con valor, con valentía pues, la modificación radical de ciertas cosas y la invención de otras.
La cultura en una entidad tan antigua y rica como Puebla puede ser discutida desde los más diversos tópicos, pues hay una temática cultural en cada resquicio de su historia, de su arquitectura, de sus objetos cotidianos, de sus tradiciones, sus usos y costumbres.
Lo que salta a la vista es una pobre visión cultural de parte del gobierno del Estado que busca compensar su parálisis con acontecimientos anuales estrambóticos, costosos y de relumbrón; con caras ediciones a las que tienen acceso unos cuantos privilegiados, o bien, en breves y esporádicas ferias de escurridizas promociones.
La miseria de la administración cultural en nuestro Estado la ejemplifica muy bien el abandono absoluto de los importantes gremios de artesanos que de tanto ignorarlos están desapareciendo hasta de la memoria colectiva; basta con dar una vuelta por la Casa del Artesano Poblano para entender ese descuido, pues la riqueza mundialmente reconocida de nuestra artesanía está representada por una docena de señoras que venden chambritas en unas jaulas metálicas de aspecto lamentable. Sólo por poner unos ejemplos, faltan ahí los representantes de tantas maravillas artesanales que, a excepción de los dulces tradicionales y la Talavera, que de ya tienen su espacio y de forma privada se exponen en la 6 Oriente, acá brillan por su ausencia en los aparadores culturales: el damasquinado, el labrado de alabastro poblano, la talla de madera y el estofado; el papel picado, la pirotecnia, la alfarería vidriada, el bordado y las aplicaciones de chaquira, así como el tallado de hueso y concha. Tampoco están los fabricantes de papel amate, las cerámicas negras y rojas, los textiles de algodón, los bordados, los talladores de madera, los de tejidos de palma, de otate y los tocados de pluma; la jarcería, la herrería, los vinos, la talabartería, etcétera. Imaginen lo que sería un muestrario de esto en la hermosa Casa del Artesano Poblano: textiles de Ahuazotepec; jarcería de Amixtlán; alfarería de Domingo Arenas, etcétera.
Es urgente, hablando de cultura, impulsar la descuidada industria del arte tradicional poblano. Tanto si es secretaría o comisión o lo que sea la cultura poblana debe ser discutida con los numerosos elementos que tiene para su discusión. En verdad no importa si es un secretario o un comisionado quien encabece esa discusión, siempre que esté dispuesto a tomar el toro por los cuernos.
Creo que la instancia cultural cumpliría una función fundamental para la cultura con el simple hecho de informar, a través de un órgano regular, pulcro y económico, sobre los eventos que de cualquier forma suceden en la cultura local. Una suerte de Tiempo Libre que nos permita enterarnos de lo que ocurre en el teatro, en los cine clubes, en los numerosos eventos culturales de las universidades; saber de las ferias, de la gastronomía, de los conciertos, los cafés, los eventos escolares, presentaciones de libros, exposiciones pictóricas, gastronómicas, artesanales.
Asumir como propios problemas que atañen a la cultura y a la tradición cultural de los poblanos, como el que los artesanos del otate tengan que estar comprando su material de trabajo de forma clandestina a “traficantes” guerrerenses, porque el otate local desapareció hace ya tiempo y por alguna razón la Semarnat prohíbe su comercialización: ese es un asunto cultural que requiere de los buenos oficios de una secretaría o comisión de cultura estatal; o qué decir de los alfareros de El Alto que tienen que cocer sus piezas en las tinieblas de la madrugada para evitar que les caigan “los de ecología” por seguir utilizando leña y no gas. El simple hecho de atender las observaciones de decenas de ongs locales y foráneas que tienen tanto qué decir sobre esta clase de problemas sería una enorme aportación a la cultura poblana, pero por el momento interesan a muy pocos.
La labor de la administración cultural debe ser vinculadora y debe preocuparse, no por crear cultura, sino por resolver los lastres que impiden que la cultura se realice en sus cauces comunes y naturales.
Vincular la cultura que permanentemente se está generando en el Estado con la industria del turismo, creando vertientes de cultura especializada para mercados específicos relacionados a los importantes acervos arquitectónicos y documentales que tenemos en Puebla, con atención especial a universidades e instituciones extranjeras y nacionales, a públicos específicos como los de la tercera edad, que deben venir a disfrutar de nuestras maravillas culturales aprovechando las ventajas de una ciudad hermosa y amable, un clima como pocos y una infraestructura turística potencialmente equiparable a la de las principales ciudades del mundo.
Considero que es muy sana cualquier discusión, pero en cuestiones de cultura no creo que la discusión sea simplemente si desaparece o no la secretaría del ramo, sino, secretaría o comisión, qué carachos va a proponer para oxigenar ese complejo fenómeno desarticulado que llamamos cultura. Digo ¿no?
La Jornada de Oriente tuvo la amabilidad de publicar esta opinión en su edición de hoy, gracias.
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