Para el tratamiento y atención de los indígenas mexicanos se creó un sistema sumamente contradictorio llamado indigenismo. Frente a las pocas voces que pidieron observar la singularidad de los pueblos originarios, sus posibles virtudes, sus irrefutables lenguas, el Estado mexicano optó por una estrategia de homogenización que los reuniera en torno a los valores nacionales: a saber, el jarabe tapatío con el charro y la china poblana bailando en todos los auditorios de México. Lázaro Cárdenas lo expresó contra toda duda en el Congreso Interamericano de Pátzcuaro, Michoacán: México no debe indianizarse, los indios deben mexicanizarse, cercenando de un solo plumazo el interés oficial (educativo, social) por esa otra mitad que podría explicar tanto de nosotros.
Había otro problema urgente para resolver durante el cardenismo: los centenares de sitios arqueológicos diseminados en toda la geografía mexicana que carecían de una institución reguladora que los protegiera y los mantuviera a salvo de los saqueadores. Desde la década de los ochenta del siglo XIX se intervenían los sitios arqueológicos con cierta idea restauradora, pero era necesaria una dependencia que se dedicada exclusivamente a ello, además de cuidar el enorme acervo de piezas que surgían de la tierra como matas de maíz aquí, allá y acullá.
Fue así como el 3 de febrero de 1939 el gobierno de Lázaro Cárdenas crea el Instituto Nacional de Antropología e Historia, una institución contrastante que tras setenta años ha vivido glorias y colapsos. Incapaz de compartir la enorme arqueología mexicana con sus ciudades de provincia ha cuidado bien, sin embargo, una de las grandes glorias de la cultura mexicana: el museo nacional de antropología que, como la UNAM, debería de estar en todas partes.
Hay sin embargo una paradoja irremediable en el hecho de destinar desde hace casi tres cuartos de siglo enormes presupuestos para cuidar lo que supuestamente fuimos antaño, cuando no existen presupuestos (ni ideas, ni iniciativas) para ligarlo a lo que supuestamente somos hoy. Y el que se sienta libre de culpa, que lance la primera ruina arqueológica.
Había otro problema urgente para resolver durante el cardenismo: los centenares de sitios arqueológicos diseminados en toda la geografía mexicana que carecían de una institución reguladora que los protegiera y los mantuviera a salvo de los saqueadores. Desde la década de los ochenta del siglo XIX se intervenían los sitios arqueológicos con cierta idea restauradora, pero era necesaria una dependencia que se dedicada exclusivamente a ello, además de cuidar el enorme acervo de piezas que surgían de la tierra como matas de maíz aquí, allá y acullá.
Fue así como el 3 de febrero de 1939 el gobierno de Lázaro Cárdenas crea el Instituto Nacional de Antropología e Historia, una institución contrastante que tras setenta años ha vivido glorias y colapsos. Incapaz de compartir la enorme arqueología mexicana con sus ciudades de provincia ha cuidado bien, sin embargo, una de las grandes glorias de la cultura mexicana: el museo nacional de antropología que, como la UNAM, debería de estar en todas partes.
Hay sin embargo una paradoja irremediable en el hecho de destinar desde hace casi tres cuartos de siglo enormes presupuestos para cuidar lo que supuestamente fuimos antaño, cuando no existen presupuestos (ni ideas, ni iniciativas) para ligarlo a lo que supuestamente somos hoy. Y el que se sienta libre de culpa, que lance la primera ruina arqueológica.
Como una feliz coincidencia nace Jaime, mi hermano arqueólogo. Abrazo caluroso.
Muy interesante. Felicitaciones!
ResponderEliminarCarlos
Gracias, Carlos, por tu comentario.
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