Desde muy niño pensé en lo maravilloso que era el invento de los focos, entonces no tenía ni idea de cómo, cuándo ni quién había fabricado tan prodigiosa herramienta de luminosidad, cómo le había hecho para meterle los alamabritos al fino recipiente de vidrio y qué era precisamente lo que se encendía. Recuerdo un día que pensaba eso frente a la lámpara del buró de mis papás, prendiendo y apagando el prodigio, deslumbrándome y encegueciéndome, una y otra vez hasta que el foco se fundió y yo puse pies en polvorosa. No tenía idea cuánto costaba, no podía poner un precio a mi delito. Por fortuna, ya desde entonces eran muy baratos.
Hay una historia sobre focos que me contó el ingeniero Tomás Guzmán Cantú en las oficinas de investigación histórica de la Dirección de Telecomunicaciones, era un verdadero especialista en la historia de la tecnología y no tengo ninguna base para dudar de la veracidad de esta anécdota jocosa que tiene que ver con los cubanos y la revolución. Al triunfo de la Revolución Cubana, habiendo sido desmanteladas las fábricas que, como se dice corrientemente, se llevaron “hasta los focos”, Fidel Castro pidió ayuda a sus aliados para llenar muchos de los huecos de satisfacción ciudadana en el nuevo escenario. China se apuntó con focos “¿Y cuánto foco no vaan a daa, camará…?”, preguntó el líder cubano. “Los que necesiten”, le respondió el gobierno chino. Entonces enviaron a un joven comandante muy avisapado en relaciones internacionales pero poco habilitado para situaciones técnicas. La dotación iba a ser de veinte millones de focos, que les alcanzarían para varios años. ¿220 ó 110?, preguntaron al comandante en China, refiriéndose al voltaje. Éste, tras pensarlo unos segundos, reflexionó: “a la revolución lo mejor, camará, que sean de 220”. “Van”, le respondieron. La instalación doméstica en Cuba, como podría preverse en tecnología estadounidense, era para 110 watts, por lo que los focos chinos sirvieron los siguientes treinta años, apenas con la luminosidad de una vela, ya que los 220 difícilmente se funden en corriente de 100, pero apenas alumbran.
El 11 de febrero de 1847 nace un inventor brillante como un foco de luz: Tomás Alba Edison, físico estadounidense que fabricó aparatos como el fonógrafo y el acumulador. Por supuesto muchos de sus inventos ya no funcionan, pues han sido superados por el avance tecnológico, pero el genio de Edison tuvo a bien inventar ese artefacto tan útil que empezó a funcionar de inmediato y que lo sigue haciendo hoy, prácticamente con las mismas bases: el foco de luz, la bombilla eléctrica o como quiera llamársele, sin cuya presencia nuestra vida nocturna de los últimos cien años sería inexplicable.
Hace unos meses vi una noticia que anunciaba el fin de la Era de los focos, que pronto será posible iluminar paredes enteras con un plasma luminiscente. Ojalá pueda ver eso. Por lo pronto, si acaso ocurre, el foco será uno de los artefactos humanos más útiles y provechosos del siglo XX, al grado de que no sería exagerado llamarle el siglo del foco.
Hay una historia sobre focos que me contó el ingeniero Tomás Guzmán Cantú en las oficinas de investigación histórica de la Dirección de Telecomunicaciones, era un verdadero especialista en la historia de la tecnología y no tengo ninguna base para dudar de la veracidad de esta anécdota jocosa que tiene que ver con los cubanos y la revolución. Al triunfo de la Revolución Cubana, habiendo sido desmanteladas las fábricas que, como se dice corrientemente, se llevaron “hasta los focos”, Fidel Castro pidió ayuda a sus aliados para llenar muchos de los huecos de satisfacción ciudadana en el nuevo escenario. China se apuntó con focos “¿Y cuánto foco no vaan a daa, camará…?”, preguntó el líder cubano. “Los que necesiten”, le respondió el gobierno chino. Entonces enviaron a un joven comandante muy avisapado en relaciones internacionales pero poco habilitado para situaciones técnicas. La dotación iba a ser de veinte millones de focos, que les alcanzarían para varios años. ¿220 ó 110?, preguntaron al comandante en China, refiriéndose al voltaje. Éste, tras pensarlo unos segundos, reflexionó: “a la revolución lo mejor, camará, que sean de 220”. “Van”, le respondieron. La instalación doméstica en Cuba, como podría preverse en tecnología estadounidense, era para 110 watts, por lo que los focos chinos sirvieron los siguientes treinta años, apenas con la luminosidad de una vela, ya que los 220 difícilmente se funden en corriente de 100, pero apenas alumbran.
El 11 de febrero de 1847 nace un inventor brillante como un foco de luz: Tomás Alba Edison, físico estadounidense que fabricó aparatos como el fonógrafo y el acumulador. Por supuesto muchos de sus inventos ya no funcionan, pues han sido superados por el avance tecnológico, pero el genio de Edison tuvo a bien inventar ese artefacto tan útil que empezó a funcionar de inmediato y que lo sigue haciendo hoy, prácticamente con las mismas bases: el foco de luz, la bombilla eléctrica o como quiera llamársele, sin cuya presencia nuestra vida nocturna de los últimos cien años sería inexplicable.
Hace unos meses vi una noticia que anunciaba el fin de la Era de los focos, que pronto será posible iluminar paredes enteras con un plasma luminiscente. Ojalá pueda ver eso. Por lo pronto, si acaso ocurre, el foco será uno de los artefactos humanos más útiles y provechosos del siglo XX, al grado de que no sería exagerado llamarle el siglo del foco.
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