No tengo más datos de esta extraña historia pero me fascina su contenido humano. El 10 de marzo de 1974 los habitantes de una aldea filipina vivieron una inaudita aparición. De la selva cercana emergió un oficial japonés con actitud hostil. Pasada la sorpresa, descubrieron que se trataba de un soldado japonés que había quedado varado en la selva desde el final de la segunda guerra mundial 29 años atrás.
Las interrogantes son obvias, no sólo en cuanto a qué comía y dónde se escondía, sino qué pensaba, cuáles eran sus reflexiones sobre la guerra después de tantos años, sobre la familia, sobre el amor. Supongo que con un poco de esfuerzo podría uno enterarse de las respuestas a esas interrogantes, la verdad es que no me interesan de manera particular, es decir, no llaman mi atención las vicisitudes específicas de ese soldado japonés, sino de la experiencia humana de vivir un tiempo tan largo en una fantasía espantosa como la guerra, donde todos quienes le rodean son enemigos, a los que probablemente habría que matar si acaso descubrieran su ubicación o sus armas.
Lo que veo en el soldado japonés es una vívida metáfora del mexicano contemporáneo envuelto en una guerra ficticia de intereses nacionales y poderes políticos que presuntamente velan por nuestros intereses. Permanecemos década tras década esperando el final feliz de una promesa reiterada hasta el cansancio por nuestros políticos que se pasan la antorcha iluminada una y otra vez en nombre de la patria. Ganamos elecciones –o creemos que las ganamos- para descubrir muy pronto que los que ganaron fueron otros, los mismos en realidad, que permanecerán seis años más enlistando promesas y esperanzas mientras se enriquecen hasta la abyección.
Somos como ese pobre soldado que no sabía que el Japón ya había sido repartido más de una vez mientras permanecía en la sombra esperando su hora. Nuestro aturdimiento, la sorpresa de los cambios sin cambio, es exactamente el mismo. Salimos de la selva con las manos vacías, con armas obsoletas, ideales vencidos, tácticas caducas.
Las interrogantes son obvias, no sólo en cuanto a qué comía y dónde se escondía, sino qué pensaba, cuáles eran sus reflexiones sobre la guerra después de tantos años, sobre la familia, sobre el amor. Supongo que con un poco de esfuerzo podría uno enterarse de las respuestas a esas interrogantes, la verdad es que no me interesan de manera particular, es decir, no llaman mi atención las vicisitudes específicas de ese soldado japonés, sino de la experiencia humana de vivir un tiempo tan largo en una fantasía espantosa como la guerra, donde todos quienes le rodean son enemigos, a los que probablemente habría que matar si acaso descubrieran su ubicación o sus armas.
Lo que veo en el soldado japonés es una vívida metáfora del mexicano contemporáneo envuelto en una guerra ficticia de intereses nacionales y poderes políticos que presuntamente velan por nuestros intereses. Permanecemos década tras década esperando el final feliz de una promesa reiterada hasta el cansancio por nuestros políticos que se pasan la antorcha iluminada una y otra vez en nombre de la patria. Ganamos elecciones –o creemos que las ganamos- para descubrir muy pronto que los que ganaron fueron otros, los mismos en realidad, que permanecerán seis años más enlistando promesas y esperanzas mientras se enriquecen hasta la abyección.
Somos como ese pobre soldado que no sabía que el Japón ya había sido repartido más de una vez mientras permanecía en la sombra esperando su hora. Nuestro aturdimiento, la sorpresa de los cambios sin cambio, es exactamente el mismo. Salimos de la selva con las manos vacías, con armas obsoletas, ideales vencidos, tácticas caducas.
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