En 1987 una firma cordial entre los presidentes Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachev no representaba las tempestuosas circunstancias que llevaron a los soviéticos al cierre de una Era histórica conocida como la Guerra Fría; la claudicación de un sistema político basado en la hegemonía de un partido súper poderoso como el PCUS; el fin de una supremacía regional, la caída de un imperio ideológico que dominó a lo largo de un siglo una tercera parte del territorio mundial.
No, las sonrisas políticas de los presidentes no tenían mucho que ver con el riesgo inaudito de una guerra nuclear que los soviéticos habían habilitado con sus poderosos SS-20 financiados por los inagotables yacimientos petrolíferos siberianos, cuando momentáneamente tuvieron la capacidad de detonar un ataque atómico sorpresivo sobre el mundo occidental y que tanto Nikita como Brezhnev tuvieron al alcance de la mano.
Tampoco estaba la respuesta sin precedentes para la creación de la iniciativa de defensa estratégica que los Estados Unidos tuvieron la necesidad de implementar con eficientes armas nucleares como los Pershing-II y los temibles Cruceros que paralizaron a los soviéticos, conocida entonces como la Guerra de las Galaxias reaganiana, que colocaba a los yanquis en posición de atacar primero y mejor.
Ese día se negocian los cohetes SS-20 y los submarinos nucleares del Mar Báltico por los Pershing-II; se inicia el desmantelamiento de las 30 divisiones y de 40.000 tanques emplazados en Europa del Este; se negocian las esferas políticas regionales y el protagonismo soviético en Oriente; se negocia, en fin, la vida misma de la Unión Soviética que a partir de este día inicia su transformación.
A casi veinte años de estos hechos, cuando un terremoto amenaza a Japón con una conflagración nuclear, resulta casi incomprensible que las dos potencias militares del Siglo XX hayan tenido al mundo durante décadas en la zozobra de una guerra nuclear. Y todo eso fue desmantelado con esa firma que, imagino, alguien debería celebrar.
No, las sonrisas políticas de los presidentes no tenían mucho que ver con el riesgo inaudito de una guerra nuclear que los soviéticos habían habilitado con sus poderosos SS-20 financiados por los inagotables yacimientos petrolíferos siberianos, cuando momentáneamente tuvieron la capacidad de detonar un ataque atómico sorpresivo sobre el mundo occidental y que tanto Nikita como Brezhnev tuvieron al alcance de la mano.
Tampoco estaba la respuesta sin precedentes para la creación de la iniciativa de defensa estratégica que los Estados Unidos tuvieron la necesidad de implementar con eficientes armas nucleares como los Pershing-II y los temibles Cruceros que paralizaron a los soviéticos, conocida entonces como la Guerra de las Galaxias reaganiana, que colocaba a los yanquis en posición de atacar primero y mejor.
Ese día se negocian los cohetes SS-20 y los submarinos nucleares del Mar Báltico por los Pershing-II; se inicia el desmantelamiento de las 30 divisiones y de 40.000 tanques emplazados en Europa del Este; se negocian las esferas políticas regionales y el protagonismo soviético en Oriente; se negocia, en fin, la vida misma de la Unión Soviética que a partir de este día inicia su transformación.
A casi veinte años de estos hechos, cuando un terremoto amenaza a Japón con una conflagración nuclear, resulta casi incomprensible que las dos potencias militares del Siglo XX hayan tenido al mundo durante décadas en la zozobra de una guerra nuclear. Y todo eso fue desmantelado con esa firma que, imagino, alguien debería celebrar.
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