Me he preguntado mil veces sobre la pertinencia de que mi continente se llame América, de ser americano, más allá de las razones que hayan orillado a ese resultado, pero no he llegado a una buena conclusión. La dualidad historia-geografía es un enemigo formidable para cualquiera que ose cuestionarlas o contradecirlas y no seré yo quien lo haga. Somos americanos de Alaska a la Patagonia, de eso no hay duda. No deja, sin embargo, de ser molesto que los europeos llamen “americanos” a los estadounidenses y que América sea el nombre común de los Estados Unidos en el llamado viejo continente. Como buenos colonizados, muchos “americanos” de México, entre ellos algunos gobernantes, como Fox, decidieron también llamar a los estadounidenses “americanos”, denominación que escuché, para mi desazón mayor, al propio canciller mexicano, Ernesto Derbez, para referirse a nuestros vecinos del norte.
No voy a decir que esta discusión me quite el sueño y sé que me podría pasar la vida acalorando bizantinamente el tema con la incómoda certeza de tener la razón, pero más de una vez he soñado en que nuestro continente podría tener otro nombre, el problema es cuál.
El chisme de América comenzó un 25 de abril del lejano 1507, cuando se publica en la Introducción a la Cosmografía un mapa con el continente americano perfectamente definido y separado de Asia, nombrado “América” por su dibujante Martin Waldseemüller. Aunque en ese momento no fue definitivo, con el tiempo predominó la idea y terminamos llamándonos así. Infeliz ocurrencia derivada del nombre de un santo desconocido, Américo Vespucio, cuyos méritos para semejante honor podrían ser discutidos desde entonces hasta hoy. El tal Américo es una especie de fantasma que pena en los rincones de nuestra geografía, pero también es un fantasma de la historia.
Hay muchas interpretaciones –todas incómodas- de aquella frase que define la doctrina Monroe: “América para los americanos”, ésta es una más.
No voy a decir que esta discusión me quite el sueño y sé que me podría pasar la vida acalorando bizantinamente el tema con la incómoda certeza de tener la razón, pero más de una vez he soñado en que nuestro continente podría tener otro nombre, el problema es cuál.
El chisme de América comenzó un 25 de abril del lejano 1507, cuando se publica en la Introducción a la Cosmografía un mapa con el continente americano perfectamente definido y separado de Asia, nombrado “América” por su dibujante Martin Waldseemüller. Aunque en ese momento no fue definitivo, con el tiempo predominó la idea y terminamos llamándonos así. Infeliz ocurrencia derivada del nombre de un santo desconocido, Américo Vespucio, cuyos méritos para semejante honor podrían ser discutidos desde entonces hasta hoy. El tal Américo es una especie de fantasma que pena en los rincones de nuestra geografía, pero también es un fantasma de la historia.
Hay muchas interpretaciones –todas incómodas- de aquella frase que define la doctrina Monroe: “América para los americanos”, ésta es una más.
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