El 22 de abril de 1823, con la promoción de Ignacio López Rayón y José María Vigil, Juan de Uribe e Ignacio Cubas se proponen concretar la creación de un Archivo General que ordenara los documentos de la flamante nación y su largo pasado colonial. El fantasma del Conde de Revillagigedo, otrora virrey de la Nueva España, podía descansar en paz, pues fue él quien desde 1794 insistió en crear un sitio que reuniera los documentos básicos del gobierno virreinal que ya acumulaba tres siglos reunidos en un mismo sitio, que era el propio Palacio Virreinal.
En los años ochenta trabajé durante varios meses en la Galera 5 del Archivo General de la Nación (AGN) revisando expedientes de la Secretaría de Fomento del siglo XIX y después de la de comunicaciones y transportes para el XX. Era una extraña sensación la de entrar al panóptico de Lecumberri que había sido prisión hasta diez años antes. De hecho, las huellas carcelarias estaban aun presentes en algunos rincones de las celdas en donde se guardaban los archivos y muchos de ellos se encontraban aun en cajas de mudanza pues acababan de llegar. Al principio los encargados no me quitaban la vista de encima, pero con el tiempo la vigilancia se relajó un poco y pude echar ojitos por aquí y por allá en esa galera que contenía todo lo relacionado al gobierno federal.
El archivo general de la nación, como la política que lo prohijó desde el principio, no tuvo una vida fácil. Del Palacio Virreinal pasó en 1847 a resguardo de un librero y editor, que lo mantuvo a salvo. Cuando llegaron los franceses, tan aficionados a los documentos y a llevárselos a su país, Benito Juárez de plano los sacó de la capital y se dice que estuvieron resguardados en la Cueva del Tabaco, en Coahuila; durante el Porfiriato fueron llevados nuevamente a la ciudad de México y conservados en una iglesia de Tacubaya, la Casa Amarilla y, finalmente, antes de ser puestos en el Palacio de Lecumberri, estuvieron varios años en el Palacio de Comunicaciones de San Juan de Letrán.
En los años ochenta Lecumberri parecía un sitio ideal para tan grande acumulación de documentos, aunque eran evidentes algunos problemas de humedad y goteras que los empleados resolvían con viles cubetas. Con todo, Lecumberri, junto al metro San Lázaro, parecía ser la solución para que el AGN pudiera dar un servicio público eficiente y masivo, pero hasta donde sé los especialistas dijeron otra cosa.
En el fondo de las cosas, no importa dónde esté el Archivo General de la Nación, lo que importa es que esté, que se mantenga seco, público, eficiente para consultar esos millones de documentos que no hablan de otra cosa que de nosotros mismos.
En los años ochenta trabajé durante varios meses en la Galera 5 del Archivo General de la Nación (AGN) revisando expedientes de la Secretaría de Fomento del siglo XIX y después de la de comunicaciones y transportes para el XX. Era una extraña sensación la de entrar al panóptico de Lecumberri que había sido prisión hasta diez años antes. De hecho, las huellas carcelarias estaban aun presentes en algunos rincones de las celdas en donde se guardaban los archivos y muchos de ellos se encontraban aun en cajas de mudanza pues acababan de llegar. Al principio los encargados no me quitaban la vista de encima, pero con el tiempo la vigilancia se relajó un poco y pude echar ojitos por aquí y por allá en esa galera que contenía todo lo relacionado al gobierno federal.
El archivo general de la nación, como la política que lo prohijó desde el principio, no tuvo una vida fácil. Del Palacio Virreinal pasó en 1847 a resguardo de un librero y editor, que lo mantuvo a salvo. Cuando llegaron los franceses, tan aficionados a los documentos y a llevárselos a su país, Benito Juárez de plano los sacó de la capital y se dice que estuvieron resguardados en la Cueva del Tabaco, en Coahuila; durante el Porfiriato fueron llevados nuevamente a la ciudad de México y conservados en una iglesia de Tacubaya, la Casa Amarilla y, finalmente, antes de ser puestos en el Palacio de Lecumberri, estuvieron varios años en el Palacio de Comunicaciones de San Juan de Letrán.
En los años ochenta Lecumberri parecía un sitio ideal para tan grande acumulación de documentos, aunque eran evidentes algunos problemas de humedad y goteras que los empleados resolvían con viles cubetas. Con todo, Lecumberri, junto al metro San Lázaro, parecía ser la solución para que el AGN pudiera dar un servicio público eficiente y masivo, pero hasta donde sé los especialistas dijeron otra cosa.
En el fondo de las cosas, no importa dónde esté el Archivo General de la Nación, lo que importa es que esté, que se mantenga seco, público, eficiente para consultar esos millones de documentos que no hablan de otra cosa que de nosotros mismos.
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